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Lectores: habrán visto ya la foto. Es portada de todos los diarios, de alguna revista y salpica los noticieros de nuestra culta televisión.

Sí: han fotografiado esa corona luminosa de oro y púrpura que rodea el agujero negro del cual no escapa nada, por lo cual nunca podrá ser fotografiado. Uno de los arcanos de la astronomía, física y ciencia ficción modernas. La historia que llevó a este descubrimiento fue de alguna manera explicada en esas publicaciones, pero en la mayoría hay una injusticia no menor, y es al recuerdo de ese nombre olvidado hasta hace muy poco, a quien de una manera muy modesta, quiero darle un poco de luz.

Recordemos pues a John Mitchell (1724-1793), quien fue durante la mayor parte de su vida profesional rector de la Iglesia de Thornhill, Yorkshire, Inglaterra. Se lo retrató como una persona baja, rechoncho y de tez obscura. En la vicaría de un poblado casi rural, fue descifrando los misterios de la naturaleza. Uno de sus primeros trabajos fue sobre el magnetismo y señaló que la fuerza de atracción que ejerce un polo magnético disminuye con el cuadrado de la distancia. En 1755 ocurrió el terrible terremoto de Lisboa, que arrojó sombras sobre toda Europa. Mitchell trató de aclarar el problema y propuso que los terremotos se propagaban por ondas a través de la tierra firme, teoría que le valió ser admitido a la Royal Society de Inglaterra. Más tarde, en su propio laboratorio diseñó un aparato para medir la fuerza de la gravedad entre diferentes masas y logró determinar la constante gravitacional (g).

Estudiando el cielo nocturno aventuró que la distribución de las estrellas escapaba a cálculos estadísticos y que había más pares o cúmulos estelares que si hubieran sido alineados solo por azar. Habiendo adherido a la teoría de Newton, de que la luz estaba formada por corpúsculos, pensó que las fuerzas gravitacionales desviarían a estos corpúsculos y que estos perderían velocidad, y extendió su imaginación a una estrella tan enorme y masiva, cuya fuerza de gravedad fuera mayor que la de la velocidad de la luz, que no podría escapar de ella. Y de ahí imaginó cuantos objetos en el cielo pasarían sin ser detectados, a no ser por las variaciones en el curso de una estrella gemela que los circundara. En rasgos generales, la idea del agujero negro iniciaba su camino.

En 1796, Pierre Simón Laplace advirtió como muy posible que los cuerpos más luminosos del universo no fueran visibles. En sí parece una paradoja.

En 1916, Albert Einstein presentó su “Teoría general de la relatividad" y, basándose en sus formulas, otro físico -Karl Schawarzschild- tuvo la concepción de una sección esférica del espacio-tiempo que envolvía una masa de tal densidad que ésta era invisible al mundo exterior. El núcleo tan denso, por su poder gravitatorio, atrapaba la luz.

EN 1968, John Weeler (1911-2008) explicó y dio nombre a los "agujeros negros".

Wheeler fue un físico de notable importancia que nos legó además esta hermosa reflexión: "No es únicamente que el hombre está adaptado al universo. El universo está adaptado al hombre. ¿Imaginan un universo en el cual una u otra de las constantes físicas fundamentales sin dimensiones se alterasen en un pequeño porcentaje en uno u otro sentido? En ese universo el hombre no hubiera existido. Este es el punto esencial del universo centrado en el hombre como medida y fin. Según este principio, en el centro de la maquinaria y diseño del mundo, subyace un factor dador de vida".

Que alejado de todo eso está nuestra cotidiana vida gris, el estercolero de la política. ¿La maravilla del universo no nos empuja a una ética?

En 1970, los trabajos de Thomas Mitchell fueron?sacados del olvido. Se colocó una placa celeste con su nombre y quehaceres en la Iglesia de San Miguel y todos los Ángeles, Thorne Hill, que data del siglo IX es esa una señal para los visitantes: aquí vivió un inglés notable y meritorio.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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