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Tengo que decir que este muchachito Nicolás Maduro ha comenzado a inquietarme un poco y a preocuparme mucho. Y en seguidita no más voy a explicar que inquietud y preocupación, aunque suenen casi igual, en este caso son al menos hasta cierto punto diferentes.

Todo arranca de la época en que me conecté a DirecTV, y me enganché con Telesur. Eran épocas lindas en las que se respiraba hermandad entre los hijos de la Patria grande. Y era un gusto verlos y escucharlos a Hugo, del que ahora no se sabe si está en el cielo o es un pajarito; junto con Correa, el ecuatoriano, aquel de verba inflamada y de pelambre complicada, el que está en Bélgica, algo que según dicen, es como estar en el cielo. Junto también -voy de norte a sur- a Lula al que lo zancadillaron feo con eso de Odebrecht y otras yerbas, y a “Pepe” Mujica, que sigue tan corcoveador como siempre, como los viejos que pierden el pelo -que él casi no ha perdido- y no las mañas. Sin dejar de tener presente a quien fuera nuestra señora presidente, respecto a la cual no agrego nada porque la está pasando mal, la pobre. Para darme cuenta al final que lo único que nos queda en pie, porque sigue en el mando, es Evo, el boliviano, al que siempre he tenido simpatía, y me da la tranquilidad de que lo voy a seguir viendo por mucho tiempo, yendo como va ahorita no más por la enésima reelección.

Pero es el momento de volver a DirecTV y a Telesur, porque tengo que cuidarme de que el entusiasmo no me lleve casi al desvarío. Les venía diciendo que me enganché con Telesur, porque al mirarlo y con tantos grades bonetes, con aspecto de buena gente en la pantalla, me sentía como un chico arropado y protegido.

Pero se nos fue Hugo - Hugo, simplemente así, sin decir “el Hugo”, porque eso es cosa de los Rodríguez Saá -esos hermanos que por desamigados se han olvidado del Marín Fierro- y vino Maduro y su pajarito. Y daba gusto verlo con su presencia imponente, su envidiable cabellera renegrida permanentemente peinada de manera impecable. Al que se lo veía siempre acompañado de su infaltable Cilia, la primera militante, que le dicen.

Era y es de película verlo hablar y hablar por largas horas, el televisor encendido en la señal Telesur, sin parar en momento alguno, como si fuera un muñequito al que le habían dado cuerda. Para que tengan una idea, me han dicho que hasta le daba envidia a Fidel, quien nunca fue manco en esas lides. Uno se admiraba porque mostraba un sereno aplomo e inspiraba seguridad, con ese pequeño librito verde, que parecía pegado a los dedos de su mano derecha, que según dicen era la Constitución bolivariana, pero que para mí era como un talismán que le había dejado Chávez.

Para mí, de nuevo, estoy en lo cierto, porque cuando de un repente se le pusieron bravas las cosas, no tuvo mejor idea que buscar reformar la Constitución de Hugo, la del librito verde. Y que por esa ocurrencia -no, con el librito verde, Nicolás, ni se juega, ni se le toca una coma, porque es como que a alguien se le ocurriera lo que se dice llamar las Tablas de la Ley que el Dios de los judíos entregó a Moisés- las cosas se pusieron más bravas todavía, sin que se lo viera ni a él ni a Cilia, tan sonriente siempre ella, perder la compostura, como si tal cosa, hablando de amor y paz, de mucha paz y amor, a pesar de que Venezuela toda se había quedado sin luz, y después sin agua y de casi todo.

Fue allí donde empecé a preocuparme por darme la impresión de que Maduro estaba más flaco, el pobre con toda esa meresunda a cuestas. Y me surgió entonces, y naciéndome así la inquietud, lo que era la gran pregunta; la de quién era el responsable del bolonqui que había terminado con el gran apagón que lo había obscurecido todo y dejado a Venezuela envuelta en las tinieblas.

Si Trump y su corte servil imperialista, como afirmaba Nicolás y asentía Diosdao Cabello moviendo la cabeza. O todo era fruto de un descuido de algunos otros hijos de Chávez que se mostraron despreocupados de esas cosas de la electricidad por ser ellos tan luminosos, como se escuchaba -según me contaron- gritar a muchos venezolanos y hasta chavistas, de los de la primera hora hasta la última.

Entonces, en presencia del dilema, fue cuando, como dije, empecé a inquietarme. Recuerdo que me pregunté en voz alta: “¿de quién será la culpa de tamaña iniquidad?”, como escuché decir una vez a un sacerdote, y me gustó esa palabra por lo bien que suena. “Es de Maduro, que no es sino un agente encubierto de la masonería yanqui”, escuché la voz de mi tío, entrar por la ventana. Y por eso, sin pensarlo dos veces, la cerré.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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