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Se trata de un hecho que con escueta precisión, describiera el jefe de redacción de nuestra página digital Osvaldo Bodean en una nota publicada.

Es cuando él escribe que “fue penosa la situación que le tocó sobrellevar al periodista de El Entre Ríos que ingresó a la audiencia en la que el Juez de Garantías Darío Mautone resolvió apartar al Fiscal José Arias de la causa por presunto peculado, que tiene entre los imputados al Intendente Enrique Cresto”.

Yendo al meollo de la cosa al relatar que “el magistrado le prohibió grabar con su celular lo que allí se iba a decir. No conforme con impartir la orden, bajó del “estrado”, avanzó hacia el cronista, le reiteró la prohibición, le solicitó que apagara el aparato, lo tomó en sus manos para verificar que ya no estuviera encendido y lo colocó sobre un escritorio. Eso sí, a pedido del reportero, accedió a proveerle papel y birome.”

En circunstancias parecidas, muchos medios de prensa, no solo hubieran aprovechado la oportunidad para victimizarse, denunciando la existencia de una agresión a la libertad de expresión, algo que a su vez hubieran proclamado a los cuatro vientos, sino que hubieran denunciado el atropello ante ADDE (Asociación de Diarios Entrerrianos), y la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa). Y quizás hubieran también dado noticia del mismo a la Comisión de Libertad de Prensa del Congreso de la Nación; y -por qué no - a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos.

Algo que consideraríamos correcto en el caso de que otro medio lo hubiera hecho, o lo llegara a hacer en circunstancias similares, aplicando la “teoría del vidrio de la ventana roto” elaborada por el entonces alcalde de Nueve York, Giuliani, cuando consideró que un acto de este tipo servía para medir la vara con la que aplicar el rigor de la condena contra los actos violentos, porque la lasitud ante lo pequeño da pie para que se vuelva inatacable lo grande y por ende mucho más grave.

Lo que sucede es que en nuestra larga trayectoria periodística hemos eludido la tentación de la auto-victimización y su peor opción cual es la del autoelogio, dando muestras de una sufrida entereza y nos hemos acostumbrado a recorrer en soledad -y muchas veces hasta un palpable y casi hostil vacío en nuestro entorno- en todas las ocasiones en las que poner “los puntos sobre las íes” en cuestiones en que estaba en juego el bien público o el decoro colectivo, se nos ha llegado a tratar de una manera afrentosa, que en algún casos hasta se ha mostrado como ignominiosa.

Es por eso que solo nos contentamos ante la circunstancia más arriba referida – a la que somos conscientes de que no cabe calificar como anecdótica, pero de la que nos parece necesario tratar de disimular su dimensión en este pantano de agresiones múltiples en el que estamos encharcados- con dejar constancia del destrato.

Porque de eso se trató, y así lo hemos descripto con palabras que con humildad consideramos, a la vez certeras pero privadas totalmente de hasta cualquier indicio de aspaviento, al titular esta nota tan solo como una incomodidad provocada por un destrato.

Se hace necesario leer lo inicialmente afirmado con atención, ya que solo hemos hecho alusión a una “incomodidad” y no a una “lastimadura” o cosa de índole parecido. Y a la vez hemos hablado de un “destrato” y no de un “maltrato”.

Palabras que al menos en nuestro parecer tienen un significado diferente -aunque es admisible y hasta respetable que no se admita una distinción que puede dar la impresión de ser bizantina- ya que en nuestro entender en el maltrato son dos los que resultan lastimados, el que maltrata y el que resulta maltratado; mientras en el destrato, es quien lo hace quien queda lastimado como resultas de su comportamiento, mientras el destratado, de ser una persona serena y equilibrada, no puede sentirse otra cosa que incomodado.

Es por eso que dejamos de lado toda especulación que gire en torno a la libertad de prensa y los periodistas. Ya que se hace presente una cuestión previa, que tiene que ver, sino con las buenas maneras, con la majestad de la justicia, desgraciadamente en la actualidad tan alicaída, y que los propios jueces deben ser los primeros obligados en tratar de levantar.

Algo que se nos ocurre no se da cuando se ve a un juez descendiendo, aunque más no sea en forma figurada, de su sitial –nuestros monacales y hasta paupérrimos juzgados muestran en la realidad otra cosa- en lugar de ordenárselo a su secretario, para aplicar a un periodista más que una amonestación, una reprimenda que en el caso de los chiquilines y no de los hombres grandes se conoce como reto.

Ya que no se puede dejar de destacar que cuando un magistrado se baja de su sitial, da la impresión de que deja de serlo y se coloca a la misma altura de los que sobreviven en el llano.

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