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Nuestro comprovinciano Sergio Urribarri habría sido designado – y lo decimos en condicional, porque todavía de su nombramiento no ha habido información oficial- para ocupar el cargo de embajador en Israel.

La noticia ha sido recibida con beneplácito por el círculo de sus familiares e íntimos, y de algunos compañeros; algo que se contrapone con el furor indignado, y no siempre callado, de un segmento vario pinto de la población, y con la indiferencia de una mayoría, a la que por motivaciones diversas le resultan indiferentes situaciones de este tipo, o porque ya han bajado los brazos ante las mismas, por considerar que somos un país que no tiene remedio y que por ende es un costo inútil el prestarle atención.

Habrá quienes, como forma de contención personal recurrirá ante esta designación, y partiendo de la base de que todos somos pecadores, a las frases evangélicas tanto de que el que juzga también será juzgado, como por sobre todo a la advertencia luminosa de que quien esté libre de pecado arroje la primera piedra, prédicas ambas a cuya sabiduría no deberíamos en ocasión alguna dejar de prestar atención. Máxime en una sociedad como la nuestra en la que inclusive por motivaciones explicables se confunde justicia con venganza, algo que le impide comprender que el odio nos ha intoxicado.

Es por eso que, siendo profanos en este tipo de materias, interpretemos esas enseñanzas como válidas respecto a las relaciones personales, o sea las que se dan cara a cara, pero que son casi siempre de al menos dudosa aplicación en el caso de las relaciones intra-sociales, ya que no siendo la nuestra una agrupación de ángeles sino de hombres, las mismas resultarían imposibles no ya solo de existir, sino de poder sobrevivir, sin que existan mecanismos encaminados a evitar las transgresiones a las reglas de cada sociedad.

Dentro de ese contexto -el de la distinción entre las relaciones personales y las sociales- consideramos que desde una perspectiva social, la enseñanza evangélica debe ser interpretada en el sentido de que en ningún caso, y sea cual sea la manera en que se ha comportado o se comporta, a nadie ni a sociedad alguna, ni quiénes la integran, le pueden negar el respeto y consideración que merecen como personas.

Es por eso cabe preguntarse si no incurre en la posibilidad del reproche, el escuchar cómo se ha escuchado hacer notar que la designación de nuestro comprovinciano para desempeñar funciones diplomáticas, no debería extrañarnos en un mundo en el cual se ve al embajador mejicano en nuestros país, esconder dentro de su saco un libro de los que están a la venta en una de las más famosas librerías del mundo que se encuentra en Buenos Aires, y a un cónsul boliviano en el norte del país ser sorprendido por gendarmes llevando narcóticos en cantidad comercializable en el baúl de su auto. Ya que detrás de esa argumentación apenas aparece escondida una expresión de malevolencia.

Lo mismo pasa en el caso de que también se escuchara señalar que no puede dejar de advertirse que a nadie en Israel puede sorprender el arribo de un embajador con procesos penales abiertos, - el no contar con la “ficha limpia”, que Lula implantó en Brasil - independientemente de tener que terminar soportando en carne propia las consecuencias de la aplicación de esa exigencia, ya que en idéntica situación se encuentra el primer ministro de Israel.

Es más, esa situación lamentable que a ambos les toda vivir, podría inclusive servirles para una mayor comprensión recíproca, algo que puede redundar en una profundización de la relación entre ambos países, capaz de aventar la repulsa que en su momento produjo entre los israelíes la firma del Memorándum con Irán, vinculado con el ya lejano e irresuelto atentado a la sede de la AMIA.

Es por eso que se debe señalar de una manera negativa la circunstancia que la primer pregunta que se formularon, aunque mas no fuera tan solo mentalmente, al tomar conocimiento de la noticia del posible nombramiento, fuera si esa designación como consecuencia de los inmunidades diplomáticas que ellas traen aparejadas y que por otra parte se extienden a su familiares, vendría a equipararse a los fueros parlamentarios, y por ende que ni se pudieran proseguir las causas y en su caso ser condenado y llamado a cumplir la pena que se le aplicara.

Es que la cuestión que debería realmente ser motivo de nuestra preocupación ya que no es Urribarri, el cual a lo sumo es solo parte del problema, que como sociedad a todos nos atañe. Un problema de una gravedad tan grande que trasciende lo institucional, para adquirir una dimensión capaz de socavar – como en realidad lo está haciendo- las bases mismas, o si se quiere decirlo de una manera más solemne, los fundamentos que hacen a nuestra existencia como sociedad. Con el añadido que de esa manera ponen en grave riesgo su existencia, a la vez que el destino personal de quienes la integramos.

Es que si resulta insalubre el bajo umbral de tolerancia frente a los delitos cometidos por quienes integran nuestra sedicente clase dirigente, un estado de cosas que por otra parte debería a todos avergonzarnos, mucho peor aún, es la convicción que se teme todavía expresar en voz alta, pero que recurrentemente se insinúa, por la que se considera que lo que se tiene por la mayoría del pueblo está en condiciones de consentir que la clase dirigente lave sus delitos en una suerte de auto amnistía, y de esa manera inclusive anticiparse al fallo de la historia, que de esa manera quedaría inhibida en su momento de pronunciarse.

De donde en los momentos actuales, que para muchos hace hasta difícil la convivencia, ya que de otra manera no se haría mención a familias cuyos integrantes no se hablan o de amistades rotas, de lo que se trata máxime teniendo en cuenta que si bien no estamos forzados a vivir juntos –eso de forzado nos resulta inadmisible- es una obligación que deberíamos convertir en placentero el hacerlo.

Es por eso es que se hace necesario una convocatoria a sumarse a una suerte de “catequización cívica”, la cual es precisamente lo contrario a un “lavado de cerebro”, encaminada a lograr la elevación de nuestra condición de ciudadanos al nivel que nuestra propia dignidad exige.

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