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Viviana Melina Godoy es licenciada en Psicología. Desde Concordia, repasa los últimos días vividos con las nuevas restricciones provinciales, en el contexto de pandemia, que pusieron una pausa de una semana a la presencialidad en las escuelas y también la suspensión de celebraciones religiosas.

A continuación, compartimos el texto que envió a la redacción de El Entre Ríos:

El miércoles 5 de mayo al despertar me encuentro con un mensaje que informa acerca de la suspensión de toda actividad religiosa con participación de fieles en Concordia. La semana anterior ya habíamos recibido un “golpe bajo” como familia tras la noticia del cierre de las escuelas. Utilizo esta expresión pues todo papá o mamá que preste un poco de atención a sus hijos sabrá decirles, que lo que más les hace felices a éstos es poder salir al encuentro de sus pares y docentes; más allá que siempre encuentren algún motivo para quejarse de las tareas y los exámenes. Esto quedó claramente plasmado en 2020 cuando muchas familias observaron cambios de humor y de comportamiento en sus niños y adolescentes, tales como enuresis, pesadillas, autoagresiones, angustia, miedos, desmotivación y otros sentimientos negativos.

En casa toda esa semana ha transcurrido participando de clases de nuestros tres hijos, capacitaciones, reuniones de equipos de trabajo; todo virtual. Al punto que por momentos parecieron no alcanzar los dispositivos celulares y computadoras con que contábamos. Se nos acababa la batería de uno y requeríamos volver a ingresar a la reunión con otro dispositivo. “Fuimos al jardín” por zoom e hicimos las tareas que indicó la seño, con el más pequeño de 5 años. Tales circunstancias nos despiertan además la compasión hacia aquellas familias que como máximo podrán contar con un único equipo móvil, para responder a las sobre exigencias de esta “ciber época”. En medio de dicha vertiginosidad de obligaciones virtuales, algo me interpela…

En ocasiones ha llegado a parecerme casi insuficiente, la cantidad de personas que asesoran a nuestras autoridades, como para llegar a captar y visibilizar algo que desde mi profesión es muy, muy, muy evidente. Pero comencemos por algo que va más allá de la mera y sola disciplina de la Psicología. Mencionaremos en principio a la Organización Panamericana de la Salud (O.P.S.) y al tan “famoso” concepto de resiliencia.

En un trabajo de 1.998, la O.P.S. describe a los niños y adolescentes resilientes –entre otras
características– como quienes:
- tienen a su alrededor a personas que los ayudan cuando necesitan aprender,
- se sienten felices cuando hacen cosas buenas por los demás y les pueden demostrar su afecto,
- están seguros de que todo irá bien y rodeados de compañeros que los aprecian,
- pueden encontrar a alguien que los ayude cuando lo necesitan.

Ahora bien, en este contexto de A.S.P.O. donde por “cuidar” de la “salud” se cierran las escuelas y los templos, el chico ya no puede quedarse conversando con algún profesor significativo después de hora, ni contarle sus problemas a su mejor amigo en el recreo; ni hablar con su catequista o su referente en la escuela bíblica o hebrea; tampoco puede hacerlo espontáneamente en algún encuentro comunitario con el rabino, el sacerdote o el pastor de su confesión religiosa. Siendo todos los mencionados, espacios de contención naturales y frecuentes.

Algo similar ocurre en el plano de los adultos, que se quedan en casa aislados con sus problemas y miedos, encerrados en sus pensamientos, muchas veces frente a la fría notebook… Sin encontrarse con un “otro” de presencia afectiva y efectiva, cuya mirada y escucha no pueden reemplazarse con los emojis y stickers de las apps sociales.

Adultos que cargan muchas veces con el peso de disimular el malestar frente a sus hijos, para no incrementar aún más la angustia que éstos acarrean.

Entonces afloran preguntas insoslayables: ¿qué estamos “cuidando”? ¿cuál es la “salud” que estamos protegiendo? Máxime cuando las ciencias que investigan la etiología (causa) de las enfermedades, hace muchos años ya que descartaron la ley lineal de causa y efecto. Esto significa que si lo traducimos en términos del covid19, la presencia del virus en un organismo vivo no supone indefectiblemente que éste vaya a desarrollar la enfermedad, ni que la misma fuese a resultar grave ni mucho menos letal. Pues esto dependerá en gran medida de las condiciones en que se encuentren el organismo y su entorno en sentido amplio, por ejemplo: del estado de su sistema inmune y de nutrición en ese momento, del contexto socio económico, del acceso precoz a tratamientos oportunos y eficaces, etc.

A su vez, el sistema inmune no consiste en algo inamovible, sino que puede verse fortalecido o debilitado por diversos factores. De hecho, evidencias científicas como las antes mencionadas, han dado origen hace unos cuantos años ya, a la Psiconeuroinmunoendocrinología.

En el primer caso podemos mencionar entre los aspectos fortalecedores, al sentido de pertenencia, la significación o sentido de vida, el apoyo social, la alegría, el optimismo, el ir en pos de un ideal, el altruismo. Así nos lo demuestra el psiquiatra vienés Víktor Frankl, fundador de la Escuela Psicológica de Logoterapia, quien sobrevivió al campo nazi de Auschwitz tras haberle encontrado un propósito y sentido a sus circunstancias de vida, las cuales podrían ser calificadas de “catastróficas” o “apocalípticas”.

Por otra parte la ciencia también ha demostrado que el estrés, la depresión, las emociones negativas de miedo o angustia excesivos y crónicos; dan lugar a que el organismo produzca un exceso o acumulación de sustancias nocivas tales como el cortisol. El cual actuaría debilitando el sistema inmune y predisponiendo a la adquisición de enfermedades.

Entonces estimados lectores, dejo aquí mi relato para regalarles finalmente una pregunta crucial:
¿Qué estamos “cuidando” al cerrar las escuelas, iglesias y otros espacios vivenciales, que resultan potenciales generadores de resiliencia y fortalecedores del sistema inmune?

Viviana Melina Godoy
Lic. en Psicología
(M.P. 498)
Fuente: El Entre Ríos.

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