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Bahillo, en reunión con Massa
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En todas las épocas y lugares ha habido personas a las que se puede calificar como de guarangas. Es así como estando el origen de la palabra en la lengua quechua – más precisamente en el vocablo "waranqu", con que se designa a arbustos espinosos entre los cuales se encuentra el espinillo --, en el Paraguay ya se lo utilizaba como una expresión para referirse, en forma despreciativa, “a los hablantes monolingües del guaraní”, como nos lo cuenta algún filólogo.

Y si esa manera de aludir a los aborígenes que solo hablaban guaraní, se los menospreciaba, así lo era por cuanto significaba una marca de inferioridad ante la lengua de privilegio que constituía el español. Todo ello hasta que la lengua española se apropió de esa expresión, incorporándola a ella, con el significado de grosero o mal hablado, que es el que conserva actualmente. A lo cual se debería agregar que, según lo destacan los estudiosos, en nuestro país, la expresión “guarango” y sus derivaciones, adquieren un matiz especial, ya que por grosero se entiende el “sujeto incivil que desconoce o no respeta las reglas de urbanidad”.

Y este largo y engorroso proemio, se explica en cuanto, debemos preguntarnos si en ciertas recientes situaciones, a algunos de cuyos protagonistas, en lo que resultaría la calificación más benévola, se los puede considerar incurriendo en una guarangada.

En la primera de esas situaciones, la que ocurrió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, se observó cómo un grupo de estudiantes, integrantes de un “colectivo” perteneciente a la coalición gobernante, impedía el acceso al aula en el que iba a dar una conferencia a un destacado economista, opositor a la actual administración.

Cabe reconocer que el Decano de la mencionada Facultad presentó sus excusas a quien había sido sometido a ese maltrato, aunque eludió adoptar medida alguna contra los estudiantes que habían actuado de ese modo, ya que ni siquiera les reprochó su comportamiento.

Frente a una defensa no esgrimida por esos actores, que seguramente de haberlo hecho, hubieran invocado su condición de “militantes” que los obligaba a actuar de esa forma, cabría considerar que la más benévola manera de calificar su conducta –tal como lo acabamos de indicar- es aludiendo a la guaranguería. Ello independientemente de que el intercambio de palabras entre los protagonistas del suceso fue cortés, en cuanto la cortesía no es incompatible con el mal trato. Una distinción de la que, por desgracia, no somos siempre conscientes.

El otro episodio materia de análisis habría ocurrido en ocasión del anunciado primer encuentro entre el flamante secretario de Agricultura y Ganadería de la Nación con los integrantes de la denominada Mesa de Enlace, que conforman un conjunto de entidades representativas de los productores agropecuarios. Fue así que el funcionario habría adelantado a sus interlocutores, en la previa a esa reunión aún no concretada, una pregunta encaminada a conocer su filiación política y por quién votaron en las últimas elecciones nacionales.

Es que, de ajustarse a la verdad lo relatado, nos encontraríamos frente a algo más que una “total falta de cintura política”. Nos encontramos nuevamente ante algo que, en el mejor de los casos, representaría un inadvertido maltrato, incluso en el caso que se lo pretendiera considerar tan solo como una falta de delicadeza.

Comparable, se nos ocurre, a la sorpresa molesta –nos abstenemos de conjeturar sobre la reacción que la acompaña- del dueño de una vieja casa en la que ha nacido, criado a sus hijos y que piensa morir en ella, el cual en una ocasión, luego de abrir la puerta para dar respuesta al sonido del timbre, se encuentra con un matrimonio que le pregunta “cuánto quiere por su casa”, en implícita referencia a su pretensión intempestiva de adquirirla, formulada a alguien que no pensó nunca en desprenderse de ella, ni había, por consiguiente, dado paso alguno en ese sentido. Es que, trasladado este hecho a otros escenarios, nos encontraríamos frente a lo que alguna vez se denominó una “propuesta indecente”.

No es nuestra intención “poner el grito en el cielo” por comportamientos que son más graves de lo que muchos suponen, por su valor ejemplar. Sino remarcar que nos encontraríamos en ambos casos ante procederes calificables como notorios malos tratos, y por lo mismo guarangos. O, si se quiere, a la inversa.

Y es aquí donde se hace presente la preocupación que nos provoca la posibilidad de que, a fuerza de malos tratos, por ende, desconsiderados y guarangos, vayamos en camino de la entronización, irreparable en nuestro país, de “la cultura de las barras bravas”, como ya quedan plasmados en comportamiento que desbordan los límites de los espectáculos deportivos, para verlos extender persistentemente a otros terrenos.

Es que el mal trato y la guaranguería, son la contracara de lo que se conoce como “buen trato”. El cual, como se ha dicho, es tan difícil de definir, como fácil de caracterizarlo y reconocerlo, ya que se hace presente siempre que en una persona –e inclusive en una sociedad-, es observable la adopción de una postura respetuosa y tolerante hacia los demás, junto al trato amable en las relaciones personales. La manifestación de la capacidad de sentir comprensión y cercanía por los semejantes, lo que comúnmente se conoce como empatía y la no imposición a los demás de las ideas propias, son una muestra de respeto y tolerancia hacia el prójimo.

Se tratan todas ellas de prácticas que hacen más llevadera la convivencia, a la vez que contribuyen a hacer más sólida la cohesión social. De donde la pregunta a formular y formularnos es, porque si es así de fácil, las falencias de cada uno y de la sociedad se empeñan en volverlo todo difícil.

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