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“La vida de los alemanes del Volga giraba en torno al trabajo, la religión y la educación. Por eso, en todas nuestras aldeas, los edificios más importantes son la escuela y el templo”, afirma Darío Wendler. De impecable camisa blanca, chaleco negro, sombrero con plumita y corbatín tricolor, nuestro anfitrión desgrana con entusiasmo la historia de sus ancestros mientras recorremos Valle María, una de las cinco primeras aldeas fundadas en 1878 que integran la Colonia General Alvear. Llaman la atención las casas con techos de chapa a cuatro aguas, sin puerta a la vista. “Las construían en forma de ele para defenderse. La puerta quedaba del lado de adentro y sólo las ventanas daban al descampado”, explica.

En una de esas casas funciona el Museo Regional Hilando Recuerdos, colmado de objetos donados por los vecinos: moldes de chapa para tortas, enormes “alfileres de gancho” para trasladar la carne recién comprada, una pesada wafflera de hierro que hace pensar en los fuertes brazos de las abuelas, el armonio que tocaba Peter Gassmann, Die Blinde Peter, un bardo casi ciego capaz de retener 80 o 90 versos en la memoria.

Los integrantes de Raíces Alemanas –grupo de danza que restauró la casa a pulmón– nos rodean bailando polkas y schotis, acompañados por acordeones. En la emblemática Chacra 100, el lote donde los recién llegados residieron entre enero y julio de 1878 antes de que el gobierno argentino los autorizara a vivir en aldeas, ya no hay rastros de los tres galpones de adobe donde encontraron apretado cobijo (eran casi mil personas); sólo quedan las ruinas del primer juzgado de paz y algunos nogales centenarios. El mediodía nos encuentra disfrutando de una suculenta picada alemana en Marlas, de Mariano Kranewitter y Betiana Jacobi. Salame casero (“Si no hay salame, no es una casa de la aldea”), leberwurst, rodajas de fontina y queso al pesto, pepinos, escabeche de pollo, chucrut con salchichas frankfurt, ravioles fritos, pirok (empanada “rusa” rellena con carne, repollo y cebolla)... y siguen los ingredientes.

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Del otro lado de la RP 11, la Aldea Spatzenkutter alberga el Museo Nuestras Raíces Alemanas, cuya refinada colección refleja la vida cotidiana de los colonos, desde sus enseres campesinos hasta el viejo órgano de la iglesia, un triciclo que perteneció a Elisa Suksdorf o una imagen de la Virgen de la Asunción (única sobreviviente de la quema posterior al Concilio Vaticano de 1962). En Spatzenkutter, también está el primer cementerio de la colonia. Pero, si de cementerios se trata, se impone la visita a la Aldea San Francisco (o Pfeiffer) a la vera del arroyo Arañas. Declarado patrimonio histórico-arquitectónico, sus tumbas elevadas de estilo gótico datan del siglo XIX y muchas fueron obra del escultor Juan Di Bernardi.

En las calles bordeadas de lapachos en flor de la Aldea Protestante reina el silencio: las segadoras y arados que adornan su plaza simbolizan la devoción de sus pobladores por el progreso. El recorrido concluye en el comedor Munich de la Aldea Brasilera, la más joven de todas las que visitamos, donde probamos las ya famosas cervezas artesanales de trigo de los hermanos Heim, mientras su madre, Irene Dohé, prepara un plato de viejo cuño: codillos de cerdo con papas y chucrut.

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Paraná a vuelo de pájaro + vinos entrerrianos
La ciudad que eligió Juan L. Ortiz para vivir su vejez tiene como protagonista al Paraná, del que dijo el poeta: Sé, apenas, que el guaraní te asimiló / al mar de su maravilla. Desde la barranca que mira a sus aguas se despliega en cascada el Parque Urquiza, en tierras donadas en 1894 por Dolores Costa, a las que se fueron anexando otras hasta alcanzar las actuales 44 hectáreas. Una inmensidad dividida en tres niveles conectados por empinadas escaleras, senderos y calles. Es un buen ejercicio para las piernas y el espíritu subir y bajar entre los árboles y toparse con esculturas como Danza de la flecha, de Luis Perlotti, o cruzar el Puente de los Suspiros.

En lo más alto, el Rosedal y su revuelo de aromas enmarcan una réplica de la Venus saliendo del baño de Antonio Canova, realizada por Amanda Mayor. En la parte media está el anfiteatro, un vertiginoso laberinto de piedra en una depresión natural conocida como Boca del Tigre. Y a orillas del río la renovada costanera, “la Laurencena”, con sus playas, sus senderos y su ciclovía. En Puerto Sánchez (pasando el Puerto Nuevo) abundan puestos donde comprar y comer pescado fresco. Y un poco más allá están las anchas Playas del Thompson, el balneario preferido de los locales.

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Desde allí, como una filigrana, se ve la silueta de Paraná. Una ciudad que invita a perderse por sus calles, que a cada rato depara hallazgos arquitectónicos como la Catedral de 1883, frente a la plaza 1º de Mayo. De impactante blancura con sus torres y su cúpula neobizantina coronadas de azul, es magnífica por donde se la mire: desde la campana mayor (fundida en casa de Urquiza mezclando objetos de oro y plata con el hierro) hasta la estatua de San Pedro, de cuatro metros de altura que preside la entrada, y el órgano alemán, de 1901, con más de dos mil tubos y doble hilera de teclas. Otro edificio notable es el Teatro Tres de Febrero: el primero se inauguró en 1852 con la obra Urquiza o muerte y disparos de “bombas y cohetes voladores”; el actual data de 1908 y en la cúpula de su sala, en forma de herradura, se aprecian frescos de Italo Piccioli.

A 15 km de Paraná, Fernando Jacob y Noelia Zapata, propietarios de la bodega Los Aromitos, ponen cada día su grano de arena para recuperar “un saber borrado”: la tradición del vino entrerriano. “A Entre Ríos le decían ‘la Burdeos del Sur’ por las ondulaciones del paisaje y porque estamos a la misma latitud y altitud”, comenta Leandro, uno de los tres hijos del matrimonio, que también se ha sumado a la aventura.

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Las prolijas hileras de vides enmarcadas por rosales rojos permiten observar (y oler) la evolución de las distintas cepas: Tannat (estrella de la casa y de la zona), Malbec, Marselán (muy popular en la provincia), Syrah, Merlot, Chardonnay. Desde los viñedos, la mirada se adentra en las últimas lomadas, el barranco, el río. Los Aromitos comercializa desde 2011 sus vinos con la etiqueta Ára –voz guaraní que significa día, era, cielo, universo– y los fines de semana y feriados ofrece visitas guiadas con degustación maridada con productos regionales, más una caminata por el monte nativo: “Son unos 800 metros, donde casi siempre te cruzás con un guazuncho o un tatú, además de los pájaros, que son cientos”.
Parque Nacional Pre-Delta: la joya escondida de Diamante
Creado en 1991, el Pre-Delta -que momentáneamente se encuentra cerrado al público luego de una fuerte tormenta ocurrida durante enero del 2024, pero que pronto reabrirá sus puertas (chequear su IG @parquenacionalpre_delta)- podría caracterizarse como un parque “íntimo” por la miríada de rinconcitos donde sentarse a matear o contemplar sus bellezas. Un entrevero de selvas en galería, lagunas interiores y albardones ribereños. Un territorio siempre cambiante de islas, lagunas y arroyos. Una acuarela móvil trazada por las corrientes del río. “Por eso, la biodiversidad es enorme, y hasta encontramos especies de la selva misionera y del Chaco”, se entusiasma el guardaparques Jeremías Mancini. A la impresionante variedad de peces que habitan este refugio (han registrado 185) se suma un ejército de anfibios y mamíferos y, por supuesto, aves de todo porte, entre las que destaca el martín pescador grande.

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“Los distinguimos por el canto antes de verlos”, dice Jeremías mientras atravesamos uno de los dos senderos señalizados, que desemboca en la laguna Irupé. Entre las sagitarias anaranjadas y los cimbreantes camalotillos detectamos un hocó colorado que enseguida se aleja, alarmado por el griterío de los chajás que reniegan de nuestra presencia. De regreso en la vegetación tupida, el cortejo canoro nos permite capturar el fugacísimo vuelo de una monterita de cabeza negra y un pepitero de collar. La buena nueva: pronto el parque sumará un nuevo sendero en Campo Sarmiento, en tierras más altas, con mirador panorámico al Pre-Delta y el Paraná.
Entre Puerto Yeruá y Concordia: caminatas + turismo rural + bodega recuperada
Martín Maschio y Lorena Caffaratti, propietarios del Complejo San Isidro, le pusieron garra a la pandemia con una propuesta diferente. Además de alojar huéspedes en un antiguo casco dividido en dos casas, inauguraron el Refugio Villa Carmen, una reserva natural donde, gracias a la presencia del coronillo (árbol hospedador), se preserva la mariposa bandera argentina, aunque por los intensos calores suele ausentarse. Martín es el guía de las “caminatas conscientes” que se realizan allí: una suerte de baño de bosque, la técnica japonesa para reconectar con el entorno a través de los cinco sentidos.

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Después de pedir permiso a la Naturaleza para entrar y entregar los celulares, comienza la exploración del afuera (y del adentro) con los cinco sentidos. Se avanza con cuidado, a veces con los ojos vendados, se tocan respetuosamente las hojitas y las cortezas, y la experiencia concluye con una infusión compartida para “llevarse el bosque en el cuerpo”. Después de un paseo relajado por el hermosísimo y bucólico Puerto Yeruá, se puede almorzar en Puerto Nativo, la parrilla de Martín Bordet, y seguir camino a La Criolla, un pueblito tan tranquilo que los vecinos tienen huertas en las veredas. “Este roble bicentenario nos llevó a construir la casa a su vera hace 22 años”, cuenta Graciela Taylor, alma máter de El Viejo Roble y pionera del turismo rural en la zona. “Abrí las puertas de mi quinta porque quería que la gente, y sobre todo los chicos, conocieran de cerca cómo se cultiva lo que comen”.

En esta quinta a su medida, de sólo 55 hectáreas, Graciela cultiva bayas varias, cítricos y nuez pecán. La idea es observar el trabajo de las abejas en las flores de boysenberries, reconocer la importancia de la poda para ventilar las plantas o detenerse ante unas naranjitas recién nacidas, que apenas superan el tamaño de una uña. “Hasta hace poco, esto era un racimo de azahares y tenía un perfume...”, suspira. El Viejo Roble dedica cinco hectáreas a distintas variedades de arándanos. “Nuestra propuesta para los turistas es ‘Haga su propia cosecha’. Nosotros les indicamos cómo, ellos juntan toda la fruta que quieren y antes de irse pagan según el peso”.

Hace ya muchos años, Emilio Negri compró la saqueada Bodega Robinson –la más importante de la región, supo tener 500 hectáreas–, fundada en 1890 en Villa Zorraquín por los hermanos Alberto y Horacio. La fue restaurando poco a poco con ayuda de su hijo Agustín, respetando lo que había quedado (la inconmovible estructura original, los piletones azulejados para que los vinos tintos no mancharan) e incorporando “cosas que fui comprando sin saber qué destino les daría” (durmientes de ferrocarril, vigas de aserraderos).

Tan imponente como en su apogeo, ofrece un plan completo: recorrido guiado por las instalaciones + degustación de vinos de viñedos locales + abundante picada. Acá ofrece un tannat de élite: “Entre saltos” de Pampa Azul, establecimiento de Marta de Pedro, quien aprovecha la ocasión para ilustrar sobre el origen de la cepa, tema “peliagudo” si los hay entre entrerrianos y uruguayos. “Juan Jáuregui Lorda, nacido en Irulegui, abandona el ejército de Urquiza y se instala en Concordia”, empieza. “Aquí recibe los famosos 14 sarmientos de Francia, que reproduce y distribuye entre los vecinos. Pero también le regala uno a su compatriota vasco, Arriaga, que vivía en Salto... y así cruza la cepa de Entre Ríos a Uruguay. Aunque, nobleza obliga, hoy los uruguayos son nuestros maestros en el cultivo”.

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Fuente: La Nación

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