Un kilómetro antes del puente internacional, o un kilómetro después si es que venís desde Paysandú, hay un mercadito breve, modestísimo, con rampas adelante y vacas pastando en el fondo. Hay otros mercaditos más, pero este se lleva todos los clientes. Será por su nombre: El Rincón Sanducero, Autoservicio. O serán sus precios. El punto es que acá está, el Sanducero, viviendo otro día de total normalidad.
El Rincón Sanducero es a donde las familias uruguayas cruzan a comprar en este, uno de los tres pasos fronterizos que unen a los dos países. En promedio pagan entre 60 y 70 por ciento menos de lo que hubieran pagado en Uruguay —así que por qué no cruzarían.
Llegué a Colón el viernes temprano. Caminé nueve cuadras desde la terminal de ómnibus hasta el hotel. No había hecho las primeras tres cuando, bajando por la Avenida Perón, de la puerta de un supermercado Dia%, vi salir una familia repartiéndose el peso de las cajas. Mamá, papá y tres hijas adolescentes viviendo su propio festival de la abundancia mientras piensan dónde dejaron la camioneta.
Debería haber un nombre para la cara que tenemos las personas cuando salimos de hacer las compras. Es algo que está entre la satisfacción y la autocomplacencia. Es la tribu volviendo de cazar. Es la Especie adquiriendo sus alimentos. Y, secretamente, felicitándose por haberlos adquirido.
—Hola, buen día, disculpen que los moleste, soy periodista del diario El País, de Montevideo. ¿Por casualidad son uruguayos?
Eran. Y a 305 pesos argentinos (48 pesos uruguayos) el pack de tres jabones de tocador, qué casualidad podría haber. Ninguna casualidad, están acá con toda lógica: en la dinámica cultural de la sociedad de consumo, conseguir las cosas más barato te cuelga el blasón de un ganador del sistema. Lo hice, pagué menos, qué campeón.
Será una constante a lo largo de este trabajo: las personas no se van a sentir cómodas con el hecho de que un periodista las aborde y les pregunte qué compraron y por qué vinieron a comprarlo a “este país”. Este papá, un transportista de Canelones en viaje con su familia hacia Federación, había estado en Buenos Aires en octubre, usando su tarjeta Prex. El último día todavía tenía 200 dólares. Se volvió a Canelones con plata en el bolsillo porque no los pudo gastar. Lo llamo “este papá” porque el señor prefirió no decirme su nombre.
(Me pregunto si, por legal que sea, no hay un nervio mudo de acontecimiento furtivo, subrepticio, solapado, en la acción de ir a otro país solo a comprar las menudencias del día).
Doscientos dólares son unos 50.000 pesos argentinos. O sea, unos 8.000 pesos uruguayos. En la trama del cambio se explica una parte, apenas una parte, de este trastorno de fronteras. La otra, en la asimetría de nuestros pesos mutuos: la moneda argentina es una criatura en descomposición, y la depreciación de su valor nominal deshace los precios en el mercado de las subsistencias: alimentos y canasta básica; combustibles; farmacia. Así y todo, los uruguayos a los que les pregunto parecen no tener muchas ganas de contestar.
La lluvia hizo que la noche del viernes en Colón fuera todavía un poco más mustia. Colón tiene su Palmar, sus termas, sus “playitas”, dice el periodista de El País. Y sigue: No puede decirse que tenga una noche: no es noche lo que vende. De todas formas, el restaurante Bocatto, en 12 de abril al 400, está ruidoso, o más bien, festivo. El maestro pizzero es uruguayo, las meseras son uruguayas, y en la carta hay chivito uruguayo. Me pido uno. Al plato, con queso y panceta: 2.500 pesos argentinos. Cinco dólares. Le escribo a Sebastián Cabrera, mi editor en el diario.
—¿Cuánto está un chivito en Montevideo, Seba?
—Diez dólares. Doce.
No sé por qué me voy para el hotel creyendo que hice algún tipo de negocio. Pero no soy un uruguayo que se ahorró siete dólares en un plato, soy un argentino que pagó en Colón, Entre Ríos, lo mismo que hubiera pagado en Buenos Aires, o quizá más.
Todos uruguayos
Los 2.350 metros de largo que tiene el Puente General Artigas pueden cruzarse en auto, en moto, en bicicleta o a pie.Para después del mediodía, el estacionamiento de El Rincón Sanducero, técnicamente un espacio de tierra que se abre como se abre el campo que lo rodea, se va poblando. No se ven patentes argentinas. No se ve una sola patente argentina.
Carritos entrerrianos empujados por personas con el escudo de Nacional. Matrimonios amigos que se asombran de a cuatro frente a los precios. Un señor de Juan Lacaze que me pide que no lo grabe, que no lo fotografíe, pero de todas formas me cuenta: que tiene 30 años de aportes en Fanapel. Que ahora se puso un taller de electricidad del automóvil en las afueras del pueblo. Que anoche estuvieron en Colón. Que por primera vez, en los 56 años que tiene cumplidos, se sentó en un restaurante y pidió lo que quiso sin mirar antes los precios de la carta. Que era una sensación que desconocía. Que sabe que son rachas, malas rachas de nuestras economías, pero que esta vez a él le toca recibir, no la bofetada de la miseria, sino el rebote casual de una riqueza pequeña, moderada, la de saber qué se siente ir a comer afuera sin contar las monedas.
Una pareja joven, ella con un chiquito en brazos, carga la parte trasera de su camioneta. Me acerco. Me miran de reojo. Hola, soy periodista, bla. Se tensan. No me creen. Les digo que pueden googlear mis notas en sus teléfonos. El chico contesta con aplomo:
—Somos de Paysandú, nuestros teléfonos no funcionan acá.
Saco el mío. Me googleo. Les muestro. Jonathan Niz, el pelito rubión, buzo cangurito color celeste con la palabra Uruguay cruzándole el pecho, compró, entre las muchas cosas que compró, una bolsa grande de bolitas de cereal, esas multicolores. Él las llama tico-tico.
—¿Cuánto pagás por esa bolsa en Paysandú?
—Más de 300 pesos
—¿Cuánta la acabás de pagar?
—Ciento ochenta.
—¿A cuánto cambiaste?
—No, pagué con uruguayo, directamente. No tuve que cambiar nada.
A los tico-tico hay que sumarle dos shampoo, jabones, paté, un pincel para teñirse, una tintura con la que usar el pincel y jabón en polvo, el paquete grande. Hay más cosas abajo, pero el viento de la ruta chifla fuerte, y el chiquito patalea para irse.
—¿Cuánto gastaste en total?
—Como 2.000 uruguayos.
—¿Cuánto te hubiera salido esto mismo en Paysandú?
—Y... 5.000, 6.000.
Niz, que tiene un tallercito en la casa y hace changas rurales, está especialmente asombrado por lo que pagó la lata de paté: 10 pesos uruguayos acá, que hubieran sido unos 40 del otro lado. El jabón para diluir también lo menciona, cuando le pido que diga qué cosas no puede creer: 130 pesos contra 400. No existe.
—¿Todo con plata uruguaya, entonces?
—Los pesos argentinos solo te sirven para el peaje del puente. Con plata uruguaya el peaje sale carísimo.
—¿Hay algo que compren allá?
—Y… poquito. Lo que no nos entra en la compra de acá, nomás.
—¿Cómo “lo que no nos entra”?
—Claro, vos podés pasar hasta cinco kilos por persona. Por eso a veces venimos unos cuántos, para hacer varias declaraciones. Cinco kilos lo hacés con el jabón para la ropa.
—¿Qué cosas no pueden pasar?
—Carnes, verduras, exceso de alcohol, bebidas. Tampoco sillas, cosas así.
—¿Sillas?
—Artículos de camping, ponele. Solo podés comprar esas cosas, unas sillas, una carpa, si demostrás que estuviste más de 24 horas en Argentina.
—¿Qué papeles te pidieron para salir?
—Documentos, documentos de la chata y partida de nacimiento del chiquito. Tiene que estar padre y madre. Si está uno solo, no te lo dejan cruzar.
—¿Cuánto pagan de peaje y por qué decís que conviene pagarlo con plata argentina?
—Y, en uruguayo te sale 900 pesos, ida y vuelta. Y en argentino, son 2.200 de ida y 2.200 de vuelta, 4.400 en total.
Novecientos pesos uruguayos son 5.500 pesos argentinos. Claramente, conviene pagarlo en argentino.
El súper
Los uruguayos ni siquiera tienen que entrar a Colón. Una vez que pasan el puente y pisan tierra argentina, enseguida aparece El Rincón Sanducero. Es allí donde las familias uruguayas cruzan a comprar. Y todo sale mucho más barato, claro está. No es el único comercio antes de llegar a la ciudad. También hay un quiosco, una tienda de ropa y una estación de servicio, entre otros locales. Casi todos los clientes son uruguayos, según pudo comprobar El País al recorrer la zona hace unos pocos días.—¿Cada cuánto vienen? ¿Hay un límite de cantidad de cruces?
—Podemos venir todos los días, si queremos. Cada 18 días hay que renovar la declaración, eso sí.
Cruzar a comprar
No se trata de turismo de compras, no: son compras a secas. Es como cuando yo voy al Coto, o al Carrefour, solo que esta góndola queda en otro país.Desde el centro de la ciudad de Colón hasta el puente internacional hay un total de seis kilómetros. Tranquilamente se pueden patear. A alguien se lo debo haber escuchado porque ni bien salgo a la ruta me viene como un mandato en forma de voz interior: si vas a caminar por la banquina, siempre con los autos de frente.
No sé cómo se llama la suma de todos los verdes que pueden verse en las márgenes del río Uruguay. También tendría que haber un nombre para ese color.
En los bordes, al otro lado de la zanja, como si hubieran llegado hasta acá perdigones de la ciudad, asoma un almacén que es medio quiosco, medio lo que necesites. Una tienda que vende ropitas. Un chapón despintado que señala un camino de tierra y dice: Aeroclub Colón. Cuando voy llegando, delante de mí va un pibe con una caja abierta, ancha, llena de cuchillos artesanales, cuchillos camperos con mangos rústicos. Está yendo al Sanducero a ver si vende alguno.
La ruta 135 define el paisaje, pero de ninguna manera lo agota: hay algo de frontera a pata, en este punto nervioso de alta transacción cotidiana, algo de frontera que se cuece a pie. De última, en un pedaleo. Ir y venir por este lugar es una road movie paisanita, de mate y bizcocho.
De las profundidades del Sanducero emerge, tranquilo pero triunfal, un chico alto, espigado, de rulos morochos y anteojos de lectura. No lleva bolsas. Es decir, le alcanza con las manos. En una sostiene una botella de Fernet. En la otra, el chocolate con maní más grande que el Sanducero puede ofrecer. Y no lleva nada más.
Lo sigo con la mirada. Pienso que ya debe haber cargado el auto y bué, se olvidó un par de cosas. Pero no se acerca a ningún auto. De hecho, deja el fernet y el chocolate en el piso para abrir el candado de una bicicleta.
—Perdón, ¿eso es todo lo que compraste?
Pedro Medina tiene 19 años, está en el primer año de la carrera de ingeniería química y hoy su novia cumple años, así que se gastó 418 uruguayos en un chocolate XXL que en Paysandú le hubiera salido como mil. Y el Fernet lo pagó 190 contra los 380 pesos que hubiera pagado si no se venía pedaleando, cosa que, por cierto, le llevó 20 minutos.
La nafta
Junto al Rincón Sanducero, ahí nomás, pegadita, como espejando el fenómeno, de algún modo multiplicándolo, una YPF arde de autos en ristra y trabaja a todo surtidor. La cola llega hasta la ruta. Me paro en la culata del último, un Volkswagen con patente uruguaya que está delante de una chata de carga con patente uruguaya. Avanzo de a pie, por el costado de la fila. Uruguay. Uruguay. Uruguay. Llego hasta el que está delante de todo, llenando el tanque justo ahora. Conté 14 vehículos. Me doy vuelta y veo que allá, al Volkswagen del comienzo se le metieron atrás tres autos más. El litro de nafta súper cuesta 222 pesos argentinos, unos 35 pesos uruguayos. Tengo la impresión de que es conveniente. No sé, ustedes deben saber mejor que yo cuánto está el litro de nafta en Uruguay.El viaje en subte de Julieta, a nueve pesos uruguayos
Julieta tiene 17 años, es uruguaya y de todas las cosas que le gustan de Buenos Aires, viajar en subte es de las que más. Tiene sentido. El boleto único de la red de subterráneos porteños cuesta 58 pesos argentinos. A partir de los 20 viajes, el coste, incluso, baja aún más. Por esa plata, podés ir del barrio de Belgrano a la Plaza de Mayo. Del Once a la Floralis Genérica de la Avenida Figueroa Alcorta, junto a la Facultad de Derecho. Recorrer la calle Corrientes y llegar al Obelisco. O alcanzar la Avenida de Mayo y salir a sus bares notables. Cincuenta y ocho pesos argentinos son unos nueve pesos uruguayos. Cinco líneas que mapean la ciudad por debajo de sus calles y que, en la asimetría cambiaria, quedan a un cuarto de lo que sale un boleto de ómnibus en Montevideo. Ya es un clásico, para Julieta, que vuelve todos los años a Buenos Aires, y más ahora con la diferencia en los precios. Como tantos otros uruguayos que cruzaron en los últimos meses.Le pregunto al playero si de vez en cuando no le carga combustible a algún autito argentino. Se ríe, me dice que en el último año ya cerraron tres estaciones de servicio en Paysandú.
Entro al bar de la YPF. Pido un café con dos medialunas. Cogoteo mientras espero que me lo preparen. Veo entonces al chico de los cuchillos con su cajita, caminando él también por el costado de la fila, parando en cada ventanilla, haciendo en cada ventanilla una leve inclinación del cuerpo para dejarle ver al que maneja el esplendor modesto de lo que vende, la grupa de sus cuchillos artesanales envainados en cuero crudo, uno junto al otro, acomodados en flor. Hay alguno que le pide ver y entonces el chico desenvaina la hoja, la gira en el aire húmedo de la tarde entrerriana, la muestra con orgullo de autor. Qué pena el día nublado. Podría haber sol y, si pegara la luz sobre la hoja con el ángulo correcto, hasta acá llegaría el destello. Pienso si no será que en realidad lo estoy deseando. No son cuchillos tan grandes, no son facones, son apenas unos cuchillos de asador bien terminados siendo ofrecidos a lo largo del gusano que forman los autos uruguayos en el playón de una YPF que les vende nafta a un precio que no lo pueden creer. Está mi café. La chica me pregunta si voy a pagar con pesos uruguayos.
La ruta y las vacas, el campo y el río, el río y el puente. El Rincón Sanducero Autoservicio, la YPF reventada, el provecho uruguayo y el frenesí del usufructo. Toda la escena ocurre entre un beneficio casual, de rebote, y una melancolía. El peón rural Jonathan Niz ahora le puede comprar una bolsa más grande de tico-tico a su hijo. Y al señor con 30 años de aporte en Fanapel le toca por fin saber de qué se trata sentarse a comer y, si quiere, si lo desea, si se le canta, pedirse un vino más. Fue fácil sentir alegría de que le pasara cuando me lo contó. También es fácil saber que esa alegría de comensal afortunado se paga con una inflación anual del 108 por ciento cuya derivada es una moneda en desvanecimiento constante que alimenta la esclerosis cambiaria. Pero bueno, en el accidente de nuestras economías latinoamericanas le toca al que le toca, y casi nunca le toca a alguien como él.
Pienso en una palabra que los uruguayos dicen y nunca entiendo bien cómo la usan, qué sentido le cargan, si es para agradecer, para decir la gratitud, o si es más literal. Igual, me encanta escucharla y me encanta escucharla en el Uruguay. Y ahora mismo estoy, puente mediante, a tres kilómetros del Uruguay. Treinta años de aportes en Fanapel. Qué lindo es cuando dicen: merece.
En Salto: el 88% cruzó a comprar
El 88% de los salteños cruzó la frontera para hacer compras durante el último año, según un estudio del Observatorio Económico del Campus Salto de la Universidad Católica del Uruguay (UCU), publicado días atrás por El País. Del 88% total del estudio, el 83% se trató de salteños que cruzaron a Argentina, principalmente a Concordia. El resto fue a Brasil.Hace un par de semanas el Poder Ejecutivo anunció varias medidas para paliar la problemática que enfrenta el comercio del litoral uruguayo, con caída en ventas y suba del desempleo. Una de las medidas, el descuento del Imesi al combustible, fue bien recibida por los salteños. Sin embargo, fuentes de varias estaciones de servicio de señalaron que no hubo un repunte en las ventas pese a la vigencia de la medida.