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Ibirapitá en calle Chabrillón de Concordia
Ibirapitá en calle Chabrillón de Concordia
Ibirapitá en calle Chabrillón de Concordia
Estaban ahí –por dar un ejemplo- el día en que un drone mató al iraní Soleimani. Siguieron estando cuando horas después vino la “venganza” expresada en misiles cayendo en bases de Irak.

También lo estaban cuando una rara capa grisácea cubrió el sol entrerriano, atribuida al humo procedente de la transoceánica Australia.

No se retiraron cuando quien escribe estas líneas pasó por delante de ellos enfrascado en la pantalla del celular, incapaz de apreciar el entorno de tanto dejarme prendar por los brillos de la tecnología, espejitos de colores de hoy en día.

¡Cuánta fidelidad la de los Ibirapitá florecidos en las avenidas, plazas, paseos, parques y hasta incluso playas de nuestra querida Entre Ríos! ¡Cuánta generosidad la de ellos, insistiendo en regalarnos, con la más absoluta gratuidad, el espectáculo de su extraordinaria belleza, aunque ni gracias les digamos!

Florecen para todos, sin dejarse atrapar por grieta alguna, incluyentes como los que más. Florecen para los ultras de todos los bandos y para los moderados. Para los presuntamente buenos y los presuntamente malos. Para los lindos y los feos. En fin, no hacen acepción alguna de personas, fieles al artículo 16 de la Constitución Nacional (“la Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza”), lo mismo que en sintonía con el ideal plasmado en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre… no se hará “distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”…

Si fuera cierto que la clave de la felicidad es la gratitud, como dicen algunos por allí, entonces vayan estas líneas rindiendo pleitesía a esos “pirinchos” amarillos, esos ramilletes bien erguidos, apuntando al cielo, asomando mágicamente desde esas frondosas copas verdes. ¡Qué hermoso contraste de colores, al estilo de la camiseta del colonense club Ñapindá (que es otro árbol, dicho sea de paso) o el escudo del concordiense Bachillerato Humanista Moderno! Cada cual puede sumar las comparaciones que le vengan en ganas, aunque nada podrá igualarlos.

Honor y gloria a los Ibirapitá que bordean la Avenida Gerardo Yoya de la capital del citrus, especialmente al ubicado en la intersección con Chabrillón. Por esa misma calle, hay otros igualmente preciosos entre San Juan y La Rioja o al lado del cuartel de Bomberos Voluntarios.

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Desde el aire, el Ibirapitá en la esquina de Gerardo Yoya y Chabrillón Agrandar imagen
Desde el aire, el Ibirapitá en la esquina de Gerardo Yoya y Chabrillón
Elogios para los que adornan la Eva Perón. O para ese que está bien plantado justo delante de los estudios de Oíd Mortales Radio, en Presidente Illia, casi Próspero Bovino. No importa que las hojas chiquitas y voladoras se terminen escurriendo debajo de todas las puertas, entrometidas. Es de pícaras que lo hacen.

Aplausos para otro que admiramos con una de mis hijas a orillas del Lago de Salto Grande, en la Playa Los Médicos, contrastando con gigantescos eucaliptos. O a ese otro que está allí donde calle Rocamora desemboca en el río Uruguay, por encima del cual asoma, majestuoso, el puerto de Salto.

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El Ibirapitá en Rocamora y el Río Uruguay, justo frente al Puerto de Salto Agrandar imagen
El Ibirapitá en Rocamora y el Río Uruguay, justo frente al Puerto de Salto
Vistos desde al aire, los Ibirapitá otorgan un colorido maravilloso a las avenidas. Si esa fuera la “mirada de Dios”, ¡envidiable! En los atardeceres, el sol juega a rebotar en las copas amarillentas.

Puede que muchos no lo sepan, pero el Ibirapitá viene dando que hablar hace mucho tiempo. Es más, en la vecina y querida República Oriental del Uruguay se lo conoce como “el árbol de Artigas”.

Allá por el año 2010, una nota del diario El País de Montevideo hizo referencia al Ibirapitá que acompañó a José Gervasio Artigas en los últimos años de su vida, en el exilio paraguayo. En 2011, la Banda Oriental le realizó un homenaje especial al “alto y frondoso” ejemplar, que “ofrece un amplio abanico de sombra donde descansa un busto del prócer uruguayo”. A tal punto que fue declarado “Monumento Natural” y en el lugar se erigió un museo.

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En el anecdotario figura otra historia que tiene por protagonista al Ibirapitá de Artigas, que demostró –como el prócer- no ser de arriar así nomás. Fue cuando allá por 1915, el entonces ministro uruguayo Baltasar Brum mandó traer desde Paraguay un retoño. Lo plantaron en la plaza Batlle y Ordóñez; sin embargo, tuvo inconvenientes para adaptarse. Le confeccionaron una barrera por los vientos y un techo por las heladas, se llegaron a encender hogueras durante la noche para otorgarle al árbol el ambiente adecuado y el calor suficiente para que pueda sobrevivir, y por las noches los serenos contaban sus historias y cantaban al lado del Ibirapitá. Finalmente, fue relocalizado en frente a la estación del ferrocarril -actual terminal de ómnibus- donde consiguió florecer hacia la primavera de 1942… Tal vez no le gustaron los “privilegios” de la plaza principal y prefirió un lugar menos rimbombante…

Pero volvamos a los Ibirapitá menos afamados pero igualmente bellos, esos que han inspirado estas líneas y que lucen en las calles de Concordia como los habrá seguramente en casi todas las ciudades entrerrianas (y si no los hay, reclamen al intendente que los plante).

Haríamos bien en considerarlos a todos -y no sólo a aquel de Asunción- como verdaderos monumentos naturales, al igual que lo son todas y cada una de las especies autóctonas que emergen de nuestra bendecida tierra, a la que tan poco ponderamos y cuidamos.

¡Gloria y honor al Ibirapitá! ¡Veneración a la madre tierra donde hunde sus raíces y extrae los nutrientes! ¡Gratitud infinita al Misterio camuflado en la realidad hecha árbol!
Fuente: El Entre Ríos

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