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Por unas horas nada más -me dirán-, pero lo cierto y concreto es que triunfó y fue noticia. O, por lo menos, para mí lo fue. Lo es.

En esta ocasión la noticia dejó de ser -como dice Martín Caparros- “decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a ésos, los poderosos”. Dejó de ser las tetas de alguna famosa, o las peleas de alcoba de la farándula, o esas otras peleas de dirigentes, no mucho más elevadas que las de alcoba, o los pormenores del Gran Hermano…

En el Campito los protagonistas son simple y maravillosamente “personas”, en su enorme mayoría sin ningún poder… Muchos sin trabajo, sin vivienda digna, sin educación de nivel, sin afectos, sin alimentación apropiada, sin Estado… Es decir, sin poder…

Niños corriendo de aquí para allá, saltando, riendo, llorando, comiendo. Junto a ellos, mezclados con ellos, transpirando por el intenso calor, pero sonriendo de todos modos, personas mayores que los guiaban, los abrazaban, los llamaban al orden si hacía falta, los consolaban si era necesario, les daban de comer, llenándoles tanto la panza como el corazón.

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Sí, en el Campito del Barrio José Hernández de Concordia el amor fue más fuerte, como decía Tanguito. Fue más fuerte incluso que la peor y más solapadas de las corrupciones: la indiferencia. Al menos fue más fuerte que mí indiferencia -sólo de ella puedo hablar con conocimiento directo, claro-, ya que me impactó lo que allí ocurría y me hizo salir de mi encierro.

En ese baldío donde, con mucho esfuerzo, poco a poco, ha cobrado forma una bella ermita de madera y una salita de material; allí donde empieza o termina Concordia, según como se mire -doblando por Isthilart a la altura del Hospital Carrillo y yendo hasta el final de la calle-; el amor pudo más que todas las plagas que acorralan los sueños y las esperanzas; pudo más que el narco apoderándose de las voluntades, el dinero y la inocencia de adolescentes y jóvenes; pudo más que los tiroteos entre bandas, que no se suspenden ni siquiera cuando van autoridades al barrio; pudo más que el basural esparcido por los cuatro costados; triunfó -al menos por un rato- sobre el hambre solapado.
“Aún en toda esa oscuridad, se pueden compartir sonrisas, surgen sonrisas”
“Olimpíadas Santa Rita” fue el título elegido para el encuentro, organizado por un grupo de misioneros de Buenos Aires que es la tercera vez que misionan, junto a religiosas de las Hermanas Pobres Bonaerenses de San José, la misma congregación que supo prestar valiosos servicios en el Hospital Felipe Heras. En la coordinación Mariela Segui, de la Parroquia Nuestra Señora del Valle, que no pierde oportunidad de resaltar el rol crucial del párroco, el cura Néstor Toler, al que define como “una masa”.

“Queríamos juntar al barrio para hacer algo. Nos pareció que lo mejor para integrar era jugar juntos”, explica Gonzalo Caracoche. Es una fórmula que suena tan simple como potente. “El barrio está separado por el dolor y se nos ocurrió que, quizás, a partir de una fiesta, se puede ayudar a unir, con una manera distinta de relacionarse”, dispara con voz penetrante, con tono apasionado, otro de los misioneros, Miguel Inchausti.

Miguel aclara que las olimpíadas no fueron pensadas como si alguien viene de afuera y te arma un cumpleaños. “El mensaje a los vecinos fue ‘no sólo te invito, también te necesito”. Y así fue como salieron las cosas. Porque no eran pocas las madres jóvenes que ayudaron con los juegos y la comida.

Miguel, Gonzalo y los demás misioneros conocen a fondo el barrio, infinitamente más que los propios concordienses, que tal vez ni siquiera sepamos dónde está ubicado. “Nadie es profeta en su tierra”, aclara, y enseguida desliza una explicación para calmar nuestras conciencias: “Tal vez nosotros conocemos un poco más esta realidad de Concordia, pero no conocemos tanto los alrededores en nuestro lugar de origen. Porque no misionamos en territorios similares en Buenos Aires”, aclara.

“Hacer sentir al otro más humano es el objetivo de este encuentro”, define Miguel, retomando el objetivo de las “olimpíadas”. Y enseguida explica que para lograrlo hay armas potentes como “una mirada, una sonrisa”.

Cuando se le pregunta por la realidad del José Hernández, no esquiva la respuesta: “Hay una miseria que llega a los bordes salvajes. Para la gente que vive ahí, cada día es una aventura de vida, a diferencia de mí, que me acabo de pegar una ducha y tomar una taza de café caliente”. “Esa gente posiblemente no durmió, porque se pasó la noche apoyada junto a la puerta para que no entre a saquear alguno que necesita algo para después comprar droga. Y muchos no saben qué le darán de comer a los hijos en el desayuno o en el almuerzo”. “Pero aún en toda esa oscuridad -remarca Miguel- se pueden compartir sonrisas, surgen sonrisas”.
De recorrida por el barrio. Idas y venidas para que la Policía asigne dos agentes
Gustavo “Chamullo” Godoy me llevó a caminar por todos los vericuetos del barrio. Desde los que sobreviven en casillas de madera pegadas a las vías del ferrocarril, a pasos de un aserradero y en medio de aserrín, trozos de madera y basura, hasta los que tienen viviendas de material, que de a poco buscan mejorar y agrandar. Callecitas angostas, algunas sin salida, se combinan con otras un poco más ancha. Y en un sector comenzaron con el cordón cuneta. “Ya va a llegar a todos”, escucho que “Chamullo” dice a los vecinos.

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Gustavo Godoy y su esposa María impulsan el centro comunitario San Cayetano. “Acá el 80% de los jóvenes tienen trabajo, muchos en la fruta, por ejemplo. El problema es que hay una aspiradora que les chupa gran parte del sueldo”, me dice. Y me deja a mí que deduzca que está hablando del narco. Lo que para mí son conceptos, ideas, problemáticas como se dice ahora, tales como “el narcotráfico”, “las adicciones”, para Chamuyo son nombres y apellidos, son rostros, a muchos de los cuales conoce desde que fueron tan niños como los que están jugando en el Campito. Los conoce de cuando soñaban con ser como Messi, o policías, o bomberos, antes que les metieran la droga en el cuerpo.

Le pregunto por la presencia del Estado en el barrio y me sorprende con la respuesta. Según él, la mayoría de las áreas estatales no tienen recursos suficientes para brindar soluciones. Como ejemplo, me cuenta las idas y venidas con la Policía para que asigne dos agentes que ayuden con la seguridad en la ermita y la flamante salita. La preocupación por los robos llega a tal punto que aún no colocaron los sanitarios en el baño, porque no van a durar nada si no hay guardia.

El colmo de los despropósitos es que en barriadas como el José Hernández son los narcos los que “ofrecen” seguridad antes que la mismísima policía. Los mismos que se apoderan del dinero y de la voluntad de los adictos, se erigen en supuestos “salvadores”, invirtiendo algunas monedas de sus ganancias para una "beneficencia" interesada…

Pero hasta los narcos mandaron a sus hijos pequeños al Campito el sábado por la mañana. Es que también ellos, los que están hundidos en el narcomenudeo, aunque tal vez no se lo confiesen ni siquiera a sí mismos, desean otra cosa, si no para ellos al menos para sus hijos…

Como dice Serrat, en la fiesta “el noble y el villano, el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha”. Las olimpíadas Santa Rita resultaron algo así para el barrio. Por un momento hubo paz, hubo encuentro. Feliz iniciativa de estos “tipos raros”, que traspiraban a mares, pero no perdían la sonrisa y el brillo en los ojos, que misionan porque están convencidos de que hay un Cristo en cada persona, en toda persona, sea quien sea.

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Fuente: El Entre Ríos

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