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Puede que el asunto sea casi insignificante y escribir sobre él suene a ridícula pérdida de tiempo… O, todo lo contrario, quizá sea una cuestión más seria de lo que aparenta… Cada cual sacará sus propias conclusiones…

Los muy jóvenes puede que casi no conozcan el espiral para combatir los mosquitos. Ese que ahora aparece recomendado como efectivo para matar al enemigo que nos puede enfermar de Dengue. No sólo recomendado. Escuché a médicos que le rinden loas, alabanzas… Un diario nacional lo presentó como “el primer enemigo de los mosquitos”. ¡Increíble! Un regreso triunfal, inimaginable… Es que en su momento, algunas décadas atrás, la llegada de la “pastilla” o la “tableta”, junto al “aparatito”, habían casi quitado de escena al pobre espiral, arrumbado en algún cajón y al que sólo se apelaba (si es que se lo encontraba) en algún corte de luz en verano… Casi como una antigüedad…

Los habitantes de este tercer milenio amamos la comodidad por sobre todas las cosas, aunque después no sepamos qué hacer con el tiempo restado al esfuerzo… El punto es que nos resultó mucho más sencillo y rápido sacar del plástico la pastilla, insertarla en el aparato y enchufar, que sacar los espirales del envoltorio, despegar uno sin que se rompan los demás (casi imposible), calzarlo en el soporte metálico (otra vez, corriendo serio riesgo de roturas), y finalmente encenderlo.

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Pero además, la pastilla despide olor -que para algunos es molesto-, pero el espiral larga además humo… Un humo que para la gente de campo trae reminiscencias del encendido de la bosta de vaca para ahuyentar los mosquitos, algo claramente más primitivo pero válido si no hay otra… siempre que haya bosta, claro.

El espiral, comparando con la pastilla, presenta otra incomodidad: las cenizas. Y ahí aparecían en escena objetos plásticos fabricados para alojarlas, si es que no se terminaba usando algún platito o cualquier objeto, al que con el paso del tiempo le iban quedando las marcas del calor y el tizne.

Ojo que las pastillas tienen también lo suyo… Porque una vez que pierden el color ya no sirven. Y de ahí en más, viene una divisoria de aguas: están quienes las tiran enseguida… y están los que las coleccionan arriba de la cómoda o la mesa de luz o vaya a saberse adónde, envejecidas, feas, descoloridas… ¡Pero no las tiran! Como si acaso fueran un mensaje para la posteridad. O tal vez prevén algún reciclado milagroso, que permite reutilizarlas…

Como sea, las pastillas parecían haber logrado una victoria definitiva y aplastante contra el relegado espiral. Además, son más acordes a las ideologías dominantes, con esa aureola pacifista, incapaces de “matar un mosquito”, que le viene justamente de que no matan al insecto sino que sólo lo “seducen” con el aroma, para que deje de picar. Terrible engaño, que a ningún humano le gustaría sufrir, pero lo cierto es que la pastilla no mata… sólo miente…

Hasta que, de golpe, llegó el Dengue y resulta que tenemos al derrotado espiral levantándose de la lona donde parecía nocaut, recuperando el centro del ring, elogiado, codiciado, considerado más eficaz contra el “Aedes Aegypti”. Casi una resurrección de entre las cenizas, metáfora que vale especialmente para este caso.

Ahora que lo necesitamos, obvio, nos estamos reconciliando con el espiral. Después de todo –decimos- no era tan malo el humo y tiene ese no sé qué nostálgico para quienes de niño no conocíamos otra cosa, salvo los cachetazos en medio de la oscuridad, cuando los mosquitos empezaban a zumbar en los oídos y ni ventiladores había…

La pregunta es: ¿esta vuelta del espiral es un hecho aislado o, entre pandemias y epidemias, habrá otros regresos triunfales? ¿Qué cosas podrían volver?

Todo indica que nada es tan previsible como creíamos. La línea presuntamente ascendente del progreso flaquea por donde se mire. No sea que en algún momento necesitemos volver a las Remington o a las Olivetti, pegándole fuerte a las teclas para que se marque bien el papel, cuando la tinta de la cinta ya casi se había extinguido. Sería la venganza de las máquinas de escribir cruelmente, impiadosamente, desplazadas por las computadoras.

Hablando de regresos, con el COVID, por ejemplo, volvieron algunas cosas presuntamente “antiguas”, como eso que mis padres, en las décadas del 60 y 70, consideraban crucial y nos enseñaron con insistencia hasta formarnos el hábito: el lavado de manos, fundamental para la higiene y la salud.

Es cierto que el coronavirus pareció eyectarnos más hacia el futuro que al pasado, con eso del Zoom y las clases y reuniones virtuales, el home office y toda esa cosa post moderna… Pero, hasta por ahí nomás. También hubo un regreso, más imperceptible que el del espiral, pero quizá mucho más desafiante… Porque, producto del encierro obligatorio, volvimos a tener que afrontar el desafío de la comunicación cara a cara (la más genuina y verdadera de las comunicaciones humanas), con los próximos (los prójimos), poniendo en juego habilidades que, con tanta pantalla y virtualidades, casi hemos perdido: escuchar al otro, observar, esperar el momento respetando sus tiempos. En fin, el arte de la conversación.

No fueron pocos los vínculos que colapsaron ante el desafío de ejercer ese arte de conversar y de convivir, de vivir con… no desde una red social –con la salida fácil de desconectarte cuando se te canta- sino con otro ser humano a nuestro lado. Si algunos de nuestros gobernantes hubieran aprendido de ese “convivir”, hoy no estarían despidiendo personas por WhatsApp, algo que puede parecer moderno, pero en verdad es cobarde, inhumano, monstruoso.

La habilidad de comunicarnos entre personas, cara a cara, que no se parece en nada a escribir un posteito atractivo, o un tuit, o dar un like apenas haciendo clic y ya está, requiere tiempo compartido, misión cada vez más difícil para nuestros egos individualistas agigantados. Si no conseguimos recuperar esta habilidad, si no la reaprendemos, puede que nos desintegremos como sociedad, por más inteligencia artificial que “haiga”.

Hablando de cosas que pueden llevarnos puestos… allá por comienzos de la década del 90, uno de mis sobrinos, Andrés, con tan solo 10 años, escribió un cuento que presentó en la escuela. El mensaje me quedó grabado, surgido de la creatividad de un niño. El personaje central veía en la televisión que en distintos lugares del mundo había comenzado a avanzar un virus que atacaba la memoria. Hasta que, finalmente, despertó de una siesta habiendo olvidado todo, absolutamente todo. Incluyendo el para qué de cada uno de los objetos tecnológicos que lo rodeaban. La conclusión de aquella historia “infantil” era que, así, de un plumazo, la humanidad volvía a la prehistoria y debía reaprender todo, reinventar todo.

¿No será ese el presagio que esconde la venganza del espiral? Sin ir más lejos, en Europa por estos días aumentan presupuestos armamentistas y se preparan para una gran guerra que consideran inminente… Y eso de hacer la guerra es un indicador claro de que estamos desaprendiendo todo… Nos estamos volviendo pre civilizados…
Fuente: El Entre Ríos

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