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La pedagogía de la urbanidad

Cuando mi padre iba a la escuela, había horas de clases en las que se machacaba acerca de algo que se entendían como normas de urbanidad, de las cuales ahora se habla poco y nada, de cuya existencia existen quienes ni se han enterado, y, aunque así no sea, se da el caso de que no las practiquen. Contaba mi padre que era una práctica invariable que al entrar en la escuela a la mañana en el zaguán de ingreso, los chicos debían presentarse ante dos maestras allí ubicadas, a las que debían mostrarles ambas caras de las manos para que ellas pudieran imponerse de la limpieza de sus palmas y de sus uñas.

Es que la higiene no era solo cuestión de salud, sino que tenía un débil, pero de cualquier modo existente, vínculo con ese marco de la convivencia civilizada que establecen ese tipo de normas.

Se trata de un tópico que sigue vigente de manera casi siempre subterránea, aunque esporádicamente emerge como consecuencia de que vivimos en una realidad cada vez más conflictiva. Es por ello que no resulta extraño que, reducido como quedó en su momento su tratamiento, a ser el contenido de hasta frívolos manuales de protocolo social o diplomático, en la actualidad merezca la atención revivida sino de teólogos, al menos de moralistas.

De allí que venga al caso transcribir las consideraciones extractadas de uno de estos, cuando comienza por señalar que si se piensa cómo han evolucionado los modales en el curso del tiempo, o cómo cambian de región en región, sería fácil deducir que se trata de algo puramente convencional, que se puede modificar o incluso trasgredir a placer, pero que ello no obstante parece que lo fundamental, en términos de cortesía, se mantiene. Es por esos que añade que las virtudes humanas están en la base de los usos y costumbres de los pueblos, de lo que normalmente se entiende como urbanidad o educación. Es así como la urbanidad nos muestra algo sin lo cual no se puede habitar en sociedad, nos enseña a ser humanos, civiles. La cortesía, la afabilidad, la urbanidad, y sus afines, son hermanas pequeñas de otras virtudes más grandes. Pero su particularidad reside en que sin ellas la convivencia se haría ingrata. Es más, en la práctica, una persona grosera y descortés a duras penas podrá vivir la caridad.

Agrega que quizá no se pueda decir que la afabilidad, la condición de quien es agradable en el trato y la conversación, sean la virtud más importante. Pero genera un sentimiento de empatía, de cordialidad, de comprensión, que es difícil de explicar o de suplir de otros modos.

De donde la urbanidad no sería sino una de las virtudes personales más humildes, pero virtud al fin, sise advierte que la persona no es una "pieza aislada"; vivimos en relación con el mundo, coexistimos con otros: somos independientes y a la vez dependemos de los demás: nos ayudamos o nos perjudicamos, ya que todos somos eslabones de una misma cadena. De donde los comportamientos que se consideran correctos para la convivencia se incorporan a nuestra personalidad y hacen a nuestro estilo de vida-

Dicho lo cual habría que hacer lugar a una pedagogía de la urbanidad, es decir de la forma en que se adquieren las buenas maneras, aludiendo al papel principal que en ello tiene el grupo familiar y el que debería tener la escuela, y el creciente aunque desperdiciado (que la mayoría de las veces parecería jugar en contra) rol que correspondería que en la materia a través de los comportamientos exhibidos en sus contenidos, debieran jugar los medios de comunicación social, pero ello significaría salirnos de lo que es el objetivo de esta nota cual es el de atender a su perspectiva política y hasta si cabe su trascendencia institucional.

La dimensión política de las buenas maneras

En la realidad que nos ha tocado vivir, no resulta extraño que un estudioso, metido circunstancialmente a periodista, haya abordado el tema de las buenas maneras desde esa perspectiva, en relación a lo que sería de esperar sean las últimas rememoraciones de la década pasada en la que se hacen presentes sino de un lugar focal, de cualquier manera nada excéntrico y sin duda importante, lo que cabría calificarse de una manera cruda y hasta no protocolarmente correcta y no del todo apropiada como las groserías de Cristina.

Es que, por ejemplo, la persistente llegada tarde de Cristina, a todo tipo de actos oficiales, tanto en nuestro país como en el extranjero. Si bien no estoy del todo convencido que puede considerase como una verdadera grosería, al menos cabe tenérsela como una censurable falta de puntualidad. Que lleva a advertir acerca de la permanente vigencia de una máxima que comenzó advirtiendo que la puntualidad es primera y mayor de las reglas de cortesía que deben respetar los reyes, para después pasar a reformularse para extender su aplicación a los gobernantes de origen popular.

Y en ese orden de cosas, y traídos a colación a los reyes, viene al caso hacer referencia a la sorpresa cargada de un enojo totalmente disimulado (en el que se hacen presente los buenos modales) que produjo al Rey emérito de España su llegada al país para participar en los actos de la complicada trasmisión del mando presidencial, el hecho que para esperarlo a su llegada no se hiciera presente ningún funcionario.

Pero una vez más me estoy yendo por las ramas, ya que a lo que me interesaba referirme en a esa nota en la que remarcaba que el populismo, al menos en una franja importante, hace un culto del maltrato. Y que las malas maneras son el correlato inevitable del desprecio por los modos democráticos. La altivez populista, siempre mechada de patoterismo, es una suerte de prerrogativa regia infiltrada en la República. Un sobreviviente medieval en la modernidad. ¿Serán así las cosas? Dudo, pero lo que se puede decir, es que de cualquier manera de eso algo hay?

Tesis que el autor de la nota despliega diciendo que la diplomacia es un modo excelso de la política pero también en ésta las palabras deben ser cuidadas, elegidas, pues de ellas dependen a veces grandes proyectos y destinos. Busca encarrilar las relaciones entre los políticos, aún a costa de quitarles frescura y llevarlas por el camino de un acartonamiento aburrido. El rito y la ceremonia buscan moderar los gestos y, de ese modo, evitar malos entendidos. Pero siempre hay lugar para la grosería. Sobre todo, si uno se lo propone- Y el populismo parece abominar de los buenos modales. Quizá piensa que no interpretan el estilo del pueblo que pretenden representar. Ha de pensar que el buen trato hacia el otro es una muestra de debilidad, de mariconería. Que si uno es amable, puede ser tomado por tonto o, peor que eso, por súbdito.

El día que una ascensorista lloró

Sin embargo, y más allá de mis dudas al respecto, se conoce una anécdota que se ajusta como anillo al dedo, a las consideraciones precedentes. Es que el diario La Nación en una de sus pasadas ediciones transcribe la siguiente anécdota: el largo día de su asunción presidencial, Mauricio Macri y Juliana Awada ingresaron en el ascensor exclusivo de la Casa Rosada. "Qué calor, ¿no?", le dijo Macri a la ascensorista, segundos antes de que la empleada rompiera en llanto. Un rato después, Macri supo el porqué de la reacción: Cristina Kirchner, la usuaria anterior del ascensor, le tenía prohibido hablarle, o siquiera mirarla mientras subía hacia su despacho.

Es que, hasta ese momento, el sentirse invisible, por ignorada por largos años, le dio la impresión de haber sido tratada como una no-persona. Mientras tanto, ese episodio viene a hacer que adquiera verosimilitud una versión circulante en los mentideros de la Casa Rosada, en la que se afirma de la existencia de una directiva presidencial por la que se afirmaba que no debía darse la presencia de persona alguna en el trayecto que mediaba dentro de la casa Rosada entre su lugar de arribo o de retirada y su despacho.

Por una revalorización de los buenos modales

No es mi intención detenerme en la anécdota. No por aquello de que sería cuestión de muertos ocuparse de sus muertos, y de que ya habrá tiempo de hacerlo con los resucitados, en el caso que esta situación se produzca, sino por cuanto se hace imprescindible que me ocupe de la moraleja.

Algo que significa despreocuparme, tanto de si la de la urbanidad es o no una virtud, y de ser una mayor o menor, o de la vinculación (cuestionable) entre populismo y malos tratos, y ni siquiera de las supuestas guaranguerías de Cristina.

Es que de lo que se trata es de señalar que los buenos modos son imprescindibles para lograr una convivencia armoniosa, a la vez que es la forma sino la mejor, la primera y más usual de mostrar que se es consciente no solo de la presencia sino de la existencia del otro. En lo que es el primer paso hacia la comprensión de que no tenemos otra alternativa que vivir entre ellos, con el agregado que los otros también son personas y por lo tanto cuentan, y que debemos mantener una actitud abiertamente predispuesta hacia ellos.

Un comportamiento que no solo está referido a quienes nos gobiernan, sino a todos nosotros en la medida que somos no otra cosa que personas que interactuamos. A la vez que expreso mi convicción que si nos ajustamos a una regla de esta naturaleza, con solo ese click cuan distinto llegaría a ser toda nuestra vida.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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