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Recibió a Ñ en su casa, a 50km de Buenos Aires.
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La escritora entrerriana es autora de "El viento que arrasa", que cierra su trilogía con "No es un río", retrato de un violento mundo de varones, cerca de la naturaleza, del mito y del habla entrerriana. Se trata de pasarse de la raya? “Sí, tiene que ver con eso. No lo había pensado, pero sí, claro. O sea, en definitiva, todo el conflicto viene porque se pasaron de la raya”, dice Selva Almada, en una extensa entrevista que le concedió a Patricia Kolesnicov, para la Revista Ñ de diario Clarín. Y escribe: “Enero Rey, parado firme sobre el bote, las piernas entreabiertas, el cuerpo macizo, lampiño, el vientre hinchado, mira fijo la superficie del río, espera empuñando el revólver”.

"Era un temor que tenía cuando empecé a escribir, que todavía vivía en Entre Ríos, me parecía terrible todo lo que tuviera color local", dice también la elisense.

Y escribe: “¡Qué se piensan, cursientos!”. Y esto: “Anda cauteloso el Negro (...) Andar liviano, de guazuncho. Igual no va que pisa una ramita fina, un manojo de chauchas de curupí y sobreviene el estruendo”.

Selva Almada lleva toda la cuarentena en una minicasita hecha en un container, a cincuenta kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Una mesita, un sillón blanco tomado por los perros y los gatos, un ventanal enorme.

Almada reconoce los árboles: allá hay casuarinas, acá álamos, dice. Hace veinte años que vive en Capital pero su respiración es puro aire de provincia. Con ese aire escribe. De ese tempo húmedo está hecha No es un río, su última novela. Una de pescadores y de monte y de muertos que se meten con los vivos y de honor, “ese concepto netamente masculino”.

No es una mujer de campo Selva Almada sino de pueblo y así se ve: seria, formal, prolija contra el fondo verde y el barro. De Villa Elisa, donde nació, salen de alguna manera sus personajes: tres hombres que van de pesca a “la isla”. Dos son viejos amigos, el tercero es el hijo del amigo que se ahogó en una excursión demasiado parecida. Los grandes, Enero y el Negro. El chico, Tilo. Sacan una raya, la matan de tres tiros y cuando empieza a oler mal, la devuelven al agua. A los isleños eso no les gusta nada.

–En tus talleres aconsejás no pensar historias sino personajes y relaciones. ¿Quiénes aparecieron primero?
–Enero, el Negro, y Tilo. Había una anécdota disparadora, que es la de la pesca de la raya. Yo la había escuchado en una comida, la había contado un amigo. Me impactó que la mataran pegándole un tiro. Esa historia inicial me llevó a escribir la novela. Y enseguida aparecieron estos personajes que tienen mucho que ver con mi padre y sus amigos. Esos grupos de pesca que se arman en los pueblos, o en las ciudades chicas, de hombres que van a pescar.

–Como parte de la forma en que se relacionan los varones, el lugar íntimo.
–Un lugar al que no van las mujeres y donde pasan dos o tres días, fuera de la casa. Algo que a mí, de chica, me intrigaba mucho. Hace muchos años había escrito un texto muy cortito que hablaba de eso, de por qué mi padre iba a pescar. ¿Qué hace cuando pesca que no trae pescados, trae resaca solamente? Porque también era esta cosa de que el preparativo para esos dos o tres días de pesca era comprar un montón de carne. Pero si van a ir a pescar ¿para qué llevan tanto asado? Un montón de vino, hielo… Los enseres de pesca eran el alcohol y la carne, y pan. O sea que la idea de alguna vez indagar qué hacen los hombres cuando van a pescar estaba. Y después se juntó con esta anécdota de la raya y ahí aparecieron estos personajes, que tienen bastante que ver con los amigos de mi papá, o con lo que yo imagino, imaginaba, de ellos.

–Llaman la atención algunos de los nombres: Enero, Tilo.
–Enero surge de otra anécdota de esa época. Otro amigo, que es de la provincia de Buenos Aires, del campo, me contó que había una familia ahí, en el pueblo de él, que le ponía el nombre del mes en que nacían a los hijos.

–Es un nombre que connota.
–Una vez que dije “Enero”, y además “Enero Rey”, entonces me dije “claro, enero, es el verano, son los Reyes Magos, es la fiesta”. Porque el personaje en los primeros borradores era un tipo muy arriba y muy extrovertido; después, en la reescritura, se fue poniendo más melancólico.

–¿Y Tilo?
–Apareció porque me gusta el árbol. En Buenos Aires, en mi casa de Flores, la vereda está llena de tilos, entonces también es el olor del verano, el olor del tilo.

–Está cerca de Enero, el verano.
–Está cerca de Enero, claro. Pero apareció medio así.

–En esta novela muy notablemente, pero en toda tu obra, aparece un trabajo con el habla del litoral que es muy sutil: unas pocas palabras en guaraní, sobre todo los nombres de los árboles, algunas expresiones, formas de armar una frase, algunas palabras puntuales. ¿Responde a una política, digamos, de construir una literatura contemporánea que no sea porteño-céntrica?
–No sé si tanto como una política. Empezaron a aparecer espontáneamente, sobre todo en toda una serie de relatos vinculados a mi infancia. Esos modos de decir, esos giros, esas palabras muy específicas del lugar. Primero porque tenían que ver con lo que estaba contando, porque estaba contando episodios puntuales de mi infancia donde esas palabras aparecían, porque así hablamos. Al principio fue inconsciente. Después me di cuenta de que aparecía eso y empecé a trabajarlo con un poco más de énfasis, pensando en que era algo que quería que fuera una marca de los relatos, casi como una poética. Que la incorporación de eso no tuviera que ver con un realismo en el texto sino que fuera más como un sonido.

–¿Hay otros escritores que veas en el mismo campo, o precursores?
–Bueno, hay una novela que me abrió bastante los ojos respecto de cómo usar las palabras, las tonadas: La piel de caballo, de Ricardo Zelarayán. Zelarayán era terrible poeta, entonces es una novela muy lírica y con mucho sonido, todo el tiempo la tonada entrerriana.

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–Y cierta respiración, esa manera en que vos aspirás…
–Sí, sobre todo en esta novela. Lo pensé mientras la escribía y mientras construía esa trama: la respiración. De hecho, en el comienzo de la novela ya se habla de la respiración como de asmático de uno de los personajes. Me parece que es un poco la respiración que después sigue el texto. Rulfo también lleva el lenguaje oral a la novela.

–Acá se trata de un lenguaje oral en un punto “no hegemónico”, en un país tan centrado en Buenos Aires. Se puede pensar en el riesgo de hacer literatura local como si eso fuera un demérito.
–Sí, era un temor que tenía cuando empecé a escribir, cuando todavía vivía en Entre Ríos, me parecía terrible todo lo que tuviera color local. Me acuerdo que nos juntábamos a escribir con otra gente. Estudiábamos en el profesorado todos y algunos escribíamos, entonces nos juntábamos a escribir, a leernos. Y había un hombre grande –nosotros teníamos 20 años y este tipo era un jubilado– que era medio chamamecero, guitarrero. Y escribía poesía, una poesía muy local. Me acuerdo de que todos los que éramos pendejos decíamos: “ya viene este con el entre el río y la barranca, un moncholo”. Nos parecía terrible que apareciera algo de lo local en lo que escribíamos.

–Hasta que un día lo viste con otros ojos.
–Claro, después empecé a descubrir autores, siempre poetas, como Juan Meneguín, de Concordia. En él aparecía todo esto también de agarrar no solo el paisaje sino la manera de decir de los entrerrianos y convertir eso en alta poesía. Son las cosas que después, cuando me mudé a Buenos Aires, cuando ya tomé distancia del territorio, me animaron a ir por ahí, a decir, “bueno, ¿por qué no puedo agarrar lo local y hacer otra cosa?”.

–¿Qué pasa cuando se traduce ese lenguaje?
–La verdad que no sé, porque no… Lo que puedo decir es que los traductores me preguntan mucho, me consultan mucho, y creo que se esmeran por tratar de trasladar eso, pero después qué queda no te puedo decir.

–Hoy miré el mapa de Villa Elisa: pocas casas y mucho campo alrededor.
–Sí, es un pueblo de, no sé, ahora debe tener diez mil habitantes.

–Me preguntaba cuánto pesa en vos la infancia. Si a pesar de los veinte años que pasaron desde que vivís en Buenos Aires, creés que tenés una mirada distintas, otra forma de pararte.
–Sí, creo que, más allá del tiempo que lleve viviendo acá, hay algo, no sé, quizás más constitutivo de haber pasado los primeros diecisiete años de mi vida en un pueblo muy chiquito y después otros diez años en Paraná. Creo que, de alguna manera, hay una mirada que queda impresa para siempre, una manera de mirar que no sé si cambia.

–¿Y cómo te parece que es?
–Siento que siempre estoy como mirando desde un margen o que nunca me siento demasiado desenvuelta. Quizás sea una especie de trauma de provinciana, pero yo veo como que los porteños andan por la vida así como... como que el territorio les pertenece. Y yo siento que estoy un poco de costado, siempre mirando de costado. Pero no de costado desde un lugar soberbio, sino más chúcaro y desconfiado.

–Hay en la novela cierta confraternización entre vivos y muertos...
–Estaba, por un lado, este ahogado, el muerto que ellos traen a la isla o que vienen a buscar a la isla. Y hay otros: quería reescribir la leyenda de “La dama misteriosa”, que tiene hasta un chamamé. Hay varias versiones pero es algo así como que un muchacho va a un baile, baila toda la noche con una chica, se enamora, le presta el saco, la acompaña hasta la casa. Ella le dice “mañana vení a buscar el saco y nos vemos”. Cuando él va sale una señora y le dice “no, mi hija murió hace muchos años”. Y eso cruzado con otro mito, que es el de la Telesita, una niña que queda huérfana, pastora de ovejas, una cosa así. Es muy bailarina y una noche baila tanto que se prende fuego. Hay un poco de esos mitos en estos personajes femeninos.

–Sos firmante de una carta contra el “ecocidio” y puede verse un costado ecologista en la novela, entre otras cosas en la defensa de la raya.
–Sí. No fue un eje de trabajo de la novela, pero, sobre todo al final, en los últimos pasajes que escribí, vi que era algo que subyacía. Esos dos grupos de personajes enfrentados, que son los que van a pescar y los que viven ahí, los pescadores de verdad… Para el que nació en el monte hay otro valor en la naturaleza. Con lo que pasó estos últimos meses, antes de que saliera la novela, el incendio, también se la puede leer desde ese lugar. Y el monte está presente desde las primeras escenas, como algo a lo que hay que pedirle permiso para entrar.

–Y está el título...
–Pero el título fue lo último que apareció y en uno de los últimos pasajes que escribí. Fue el último texto que escribí de la novela, ahí apareció el título y me dije: “claro, el título es este”.

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"No son solamente árboles. Ni yuyos.
No son solamente pájaros. Ni insectos.
El quitipili no es un gato montés aunque de repente pueda parecer.
No son unos cuises. Es este cuis.
Esta yarará.
Este caraguatá, único, con su centro rojo como la sangre de una mujer.
Si alarga la vista, donde la calle baja, llega a ver el río. Un resplandor que humedece los ojos. Y otra vez: no es un río, es este río. Ha pasado más tiempo con él que con nadie".
Fuente: Diario Clarín.

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