A mí me gusta mucho visitar museos. Los busco donde voy. Un gusto como tantos. Tengo un amigo, triste el hombre, al que le gusta vaya donde vaya pasar por el cementerio. Otro, en cambio, hincha furioso, se desvive por ir a La Bombonera, cada vez que pasa por la capital, haya o no partidos, porque dice, el solo verla alcanza para festejar.
Pero vuelvo al museo incendiado. Pareciera por momentos que quisiéramos prender fuego a todo. Como si enojados, hasta tuviéramos ganas de arrasar con fuego al mundo entero, convirtiéndolo en un verdadero infierno.
Es que ahora no se sabe dónde el fuego prende y aparece. Puede ser en un bosque en el que avivado por el viento no termina de avanzar. O una vieja capilla en Siria, con la que agarran esos barbudos que hay allí. Iconoclastas que le dicen. O un geriátrico mal calentado con estufas a gas, y lleno de viejecitos amontonados, a los que, a veces, a todos no se los puede evacuar.
Pero a la hora de hablar de incendios es cuestión de aclarar, porque hay incendios e incendios, y lo más terrible son aquellos que se provocan adrede y no por casualidad.
Aunque también los hay como consecuencia de malas prácticas o de negligencias imperdonables. Como pasó con el museo de Río. Que se quedó sin el dinero suficiente para mantenerse bien. Y al que, según dicen, se le recortó el chorro, por toda la plata que se gastó para construir los estadios del anteúltimo Mundial.
Se lo comenté quejosamente a mi amigo, al que visita estadios. “Lo que pasa es que a vos no te gusta el fútbol”, fue lo que me respondió. Y después de escucharlo, lo dejé hablando solo y me marché…