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Según una información a la que no se le ha dado sino escasa difusión, la Unión Europea recomendaría a sus países miembros, cambiar el clásico saludo de este tiempo, el cual por serlo en forma coincidente con la celebración de la Navidad, es un uso ancestral de desear lo mejor para quienes se encuentran con otras personas en el tiempo navideño.

Proponiendo limitarse a expresar como saludo un aséptico “felices fiestas”, adjetivación que no significa que no exprese un sentimiento auténtico. Un cambio no menor, que suponemos tiene su explicación en una errónea manera de interpretar el valioso sentimiento de respeto a la pluralidad de perspectivas diversas en las sociedades, a las que se conoce como “más avanzadas”, en materia religiosa. Lo que, en realidad, más que una expresión de “laicismo”, vendría a constituirse es un síntoma si no de “la muerte de Dios”, del agnosticismo creciente con el que se impregna a la sociedad contemporánea, dicho esto de una manera tan extensiva que se vuelve incorrecta. Ya que en el caso de los países europeos, y en los de nuestro continente, vendría a significar no otra cosa que el tronchar las raíces cristianas que tiene nuestra cultura.

A la vez, y dentro de ese marco, debemos reconocer algo de lo cual durante mucho tiempo estuvimos convencidos. Que el simbolismo del “pesebre navideño” y su “armado” para este tiempo, venía a decirnos de una tradición primera - por lo primitiva- del cristianismo, que en una suerte de fenómeno de “transculturación” estaba siendo desplazada por “el simbolismo del árbol”; en lo que significaba la existencia de una invasión cultural ajena. Las cosas no son de ese modo, ya que se encuentra establecido de una manera concluyente que la asociación de la Navidad, con un árbol de hoja perenne – un símbolo dentro de otro, ya que el hecho de que este tipo de árboles no pierda nunca las hojas, viene a significar la perpetuidad de la presencia de la Divinidad entre nosotros- estaba en los pueblos nórdicos primitivos europeos vinculada al nacimiento del Rey Sol, acontecimiento que se celebraba en fecha próxima a la de nuestra Navidad. Festividad, que luego de la llegada de los misioneros, se “resignificó”, vinculándola con la fecha del nacimiento de Jesús.

Mientras que la utilización del “pesebre navideño”, asociado a esta celebración, surgió casi cinco siglos después, como una prueba más de la excepcionalidad de la religiosidad de San Francisco de Asís, a quien se señala fue quien “armó” el primer pesebre con el significado que de allí en más tiene. En tanto, una prueba de la “resignificación” de la fiesta y del simbolismo asociado a ella - el Uruguay fue un país de avanzada en ese sentido, ya que hace mucho que transformó la Semana Santa en “semana de turismo”-, se la puede constatar en el hecho que la “estilización” del árbol está llegando a un extremo en el que, ya no solo se sustituye a un árbol “de verdad” con hojas perennes, al que se cubre de adornos; sino que resulta cada vez más frecuente que en su lugar tampoco se utilicen, sus símiles artificiales, cada vez más escasos, para transformarlos en una abstracción, cual es un sinnúmero de colores diversos e iluminados, que partiendo desde el suelo donde se implantan formando un círculo, terminan convergiendo en un vértice elevado.

De dónde estamos asistiendo a una modificación sustancial del sentido de la fiesta, que abandonando su originario alcance religioso, ha pasado a ser una fecha de “reencuentro familiar”. De donde el desear “felices fiestas” – tal como al parecer se intenta implantarlo- es casi de un valor menor que saludarse con un “buen día”. De donde lo único que restaría sería continuar ese “feliz año”, refiriéndose al próximo, que en las circunstancias actuales es una expresión de deseos que nos cae de maravillas.

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