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Cuando decimos que el coronavirus es una peste maliciosa que afectó a todos, no hablamos necesariamente con su letalidad o con el riesgo que corra la población, en su conjunto, frente a la propagación de las cepas. Más bien se trata de la manera en la que gran parte del mundo decidió combatirla: los confinamientos generalizados y las restricciones, muchas absurdas en términos científicos y morales.

Con las fiestas de fin de año, en las que abundan los encuentros intergeneracionales, renacen las críticas de “expertos”, temerosos con el virus y entusiastas de la vida a distancia, que reclaman por la continuidad de los controles, el estado policial y las medidas preventivas. Para algunos, esto no es más que un déjà vu de meses olvidables y de malas gestiones. Otros, en cambio, o no recuerdan las fallas de meses anteriores o simplemente encontraron en el DISPO y el ASPO un amor para toda la vida.

Hubo y habrá muchos perjudicados con todos los experimentos llevados a cabo. Entre ellos, toda una generación de jóvenes, adolescentes y niños que en muchas partes siguen sin poder asistir a los centros de enseñanza, sin poder disfrutar legalmente de varios tipos de eventos sociales y o de poder llevar a cabo ciertas prácticas deportivas. La excusa ha sido el coronavirus y el contacto estrecho con adultos en situación delicada.

Lo más grave es el poco apoyo que recibieron estas masas que tienen toda una vida por delante, pero que a su vez sufren la incertidumbre que corre en medio de sus años dorados. En este sentido, es interesante destacar la Declaración de Great Barrington, escrita y firmada en Great Barrington, Estados Unidos, el 4 de octubre pasado, hace ya casi 3 meses. Así como muchos científicos se esforzaron en pedir cierres indiscriminados de actividades, los firmantes de esta declaración optaron por defender otra vía. Se trata de un grupo de prestigiosos epidemiólogos, especialistas vinculados a la medicina, la biología o la salud pública que expusieron su preocupación frente a los devastadores confinamientos que se repiten continuamente a lo largo y ancho del planeta.

¿Qué es lo que observaron? Dos cosas. Por un lado, que con las famosas cuarentenas caen las tasas de vacunación en general, empeoran los resultados de enfermedades cardiovasculares, hay menor detección de cáncer y se deteriora la salud mental, lo que conllevaría a un pronunciado aumento de muertes de jóvenes y de personas pertenecientes a la clase trabajadora en los años venideros. Es decir, los cierres a la espera de la vacuna generan daños irreparables, aunque por el momento no estén a la vista. Por otro lado, exponen una realidad innegable: el virus discrimina. Por edad y por enfermedades preexistentes. Los menores de 30 años, rara vez corren riesgo de perder la vida a causa de este nuevo virus.

¿Qué propusieron todo este tiempo? Lo que alguna vez trató de hacer Boris Johnson en el Reino Unido, o lo que hizo el gobierno sueco: protección focalizada. A los vulnerables se los cuida. Que tengan contacto con personas recuperadas de Covid-19, que no tengan la obligación de asistir a ciertos trabajos o actividades y otras maneras de no exponerlos. Si la inmunidad de rebaño llega por defecto, con una cepa u otra, lo mejor es dejar que los no vulnerables tengan una vida normal. Sí, se exige que se cuiden en caso de estar enfermos y que cumplan con las medidas de higiene, pero se considera vital que vuelvan casi sin restricciones a lo que era su vida antes de marzo.

La juventud y la adolescencia tardía llegaron a este mundo en los ´60, de la mano del rock y del afán por aprovechar cierta edad para vivir experiencias que en la vida adulta se complican. Ambas etapas, con lo bueno y con lo malo, están cargadas de rebeldía. En esta ocasión, esa rebeldía se refleja, en buena medidas, en las múltiples y multitudinarias fiestas “clandestinas” (término equivocado pero adoptado por defecto) que se celebran en plazas, descampados, sótanos, boliches que no están expuestos o incluso en casas cuando los vecinos no son cómplices de la burocracia sanitaria.

El proceso para lograr esto fue largo: meses de encuentros ultrasecretos, partidas de cartas o prácticas deportivas en forma oculta, juntadas pequeñas y sin ruidos para no alertar a la policía. Hasta que finalmente salieron con todo. El haber resucitado la industria de la noche con mecanismos de la vieja escuela generó un repudio insólito. Más que nunca en estas fiestas, donde no faltaron los comentarios del siguiente estilo: “salen, se contagian y asesinan a sus abuelos cuando los ven”. Lo mismo se llegó a decir de los niños, privados de su principal espacio de socialización, cuando festejaban los cumpleaños en las plazas con compañeros que no veían desde hacía meses, o cuando los padres reclamaban por la vuelta a la escuela de manera presencial.

Los “dueños de la verdad, de la moral y del bien” nunca perdieron el tiempo. Más interesante todavía es ver cómo justifican aglomeraciones multitudinarias por motivos que les son útiles (ya sea por la discusión acerca de la legalización, o no, del aborto o por el velorio de Diego Armando Maradona), pero apuntan con saña sobre aquellas reuniones de las que son excluidos (fiestas clandestinas, marchas opositoras), como si los únicos que pudieran tener motivos para pasar por alto los decretos interminables fueran ellos y no el resto.

Estos 9 meses fueron prueba fehaciente de la discriminación generacional: niños y adolescentes privados de asistir presencialmente a la escuela durante mucho tiempo, con lo que ello significa (sobre todo en regiones como Latinoamérica o África); jóvenes deportistas que tardaron meses en volver a hacer prácticas deportivas grupales, con protocolos casi cómicos; pibes que vieron pasar momentos importantes de su vida sin poder disfrutarlos como correspondía; etc. Todo con la excusa de que serían vectores letales del virus y porque se les trata de convencer de que ellos también corren un gran riesgo, pese a que la ciencia muestre otra cosa.

Ahora bien, esto empeora al escuchar cómo será el sistema de distribución de la vacuna. La Organización Mundial de la Salud y los organismos nacionales que se encargarían de distribuir las dosis aclararon que los últimos en recibirlas serían los jóvenes sanos. Lógico, ya que el riesgo de morir por contagio es ínfimo. Una picardía, porque para la cuarentena se podría haber aplicado la misma lógica, permitiendo a los jóvenes moverse y previniendo el contagio sólo en los grupos de riesgo, como propone la Declaración. Es decir, se vacuna primero a la población que debíamos cuidar y por último a los que tienen, o tenían, condiciones físicas para enfrentar la propagación del virus. Hubiera sido mejor diferenciar las medidas adecuadas para unos y otros; así se habría evitado avasallar tantas libertades individuales.

Al observar que el proceso de vacunación es lento y genera incertidumbres por doquier, se debería repensar la estrategia en caso de posibles rebrotes, como ocurre en Europa. De alguna manera, escuchar las recomendaciones de los científicos que firmaron la Declaración y entender que una buena parte de la población debe y puede salir a convivir con el virus, como se convive con tantos otros riesgos cada día.

En Argentina cerraron 90.000 comercios por la cuarentena, según la Confederación de la Mediana Empresa Argentina (CAME). Los destinos turísticos caminan por la cuerda floja luego de haberse disparado en la pierna: pasaron de pedir barricadas en las entradas a pedir turistas a lo loco, cosa que difícilmente logren por culpa de la abundancia de protocolos o la falta de reglas fijas. La masacre de los protocolos que provocan quiebras continuará a medida que en la población persista el miedo, mientras se prive a la gente de vivir su vida y se le sigan otorgando poderes extraordinarios a los representantes, que se arrogaron la suma del poder para habilitar libertades cuando les convenga.

En el mundo, los confinamientos tampoco dan señales de esperanza: todo lo que se hizo en Europa, Argentina o California, por dar algunos ejemplos, sirve para ver que los cierres solo atrasan las estadísticas y para cultivar la locura que luego se ve, por ejemplo, en las fiestas clandestinas: tanto encierro rompió la paciencia de niños, jóvenes y hasta adultos mayores sanos que, conociendo mejor la enfermedad, se animan a salir.

Todo lo ocurrido hasta el momento deberá servir para aprender. Frente a posibles desafíos una vez avanzado el verano aquí en el sur, muchos tratarán de llevar a casa a las generaciones que no son de riesgo. El deber será acudir a la ciencia, a los principios básicos de la democracia y a la defensa de la libertad frente a todo control o prohibición irracionales.
Fuente: El Entre Ríos

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