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Cuando yo era chico, siempre escuchaba decir a mis abuelos -cuando hablaban entre ellos, cosa que es curioso que no hicieran cuando mis padres estaban delante- algo que entonces me parecía verdaderamente curioso por lo inexplicable; decir, repito, que “no hay peor cosa que un gurí malcriado”.

Claro, en esa época se nos llamaba a los más chicos gurises, como en el Uruguay se les decía botija y en Buenos Aires pibe, y no sigo en esta demostración de falsa cultura en materia de nombres. Sobre todo porque en estos tiempos todo es “bolu, de aquí, bolu, de allá”.

Empecé a ver las cosas más claras, y comprender de lo que se trataba, cuando un día en que la verdad es que estuve insoportable, escuché a mi abuela decirle a mi abuelo: “No ves que tengo razón, a este gurí nadie le pone límites”. Fue la primera vez que escuché esa palabra. Y después, cuando entendí lo que quería decir, me arrepentí de no haberlo entendido antes. Porque la verdad es que mis padres me dejaban hacer cualquier cosa, con tal de que no me embroncara y me pusiera a patear, gritar y morder. Precisamente morder, porque a pesar de mis dientes de leche, mi mordida era terrible.

Por otra parte, debo admitir que ellos no hacían lo que escuché que antes se hacía y que era “predicar con el ejemplo”. No es que mis padres hayan sido malos cuando yo era chico ni que no me quisieran, sino todo lo contrario. Pero la verdad es que eran lo que ahora se dice unos “desbolados”, y que con tal de que no los molestara me dejaban hacer cualquier cosa, de manera que no existía predicación alguna de ejemplo, salvo que así se considere lo que sobre todo mi abuela, tan buena pero a la vez tan implacable, decía que era un mal ejemplo.

Debo admitir que alguna vez se les fue la mano, y no sé qué les daba, porque me castigaban por alguna cosa que había hecho el día antes y de la que ya ni me acordaba. Algo que no es recomendable, porque ya más grande, cuando me regalaron un perro policía, el instructor me avivó que si la reprimenda no sigue a la falta, el perro va a reaccionar sorprendido como alguien que no entiende qué locura me agarró y volverá a no hacerme caso.

Lo peor es que no siempre se ponían de acuerdo en la forma de tratarme, y más de una vez los he visto discutir acerca de lo que podía y no podía hacer, situación de la que debo admitir me aprovechaba.

No porque viera en mis padres a enemigos, complacientes como ya les había dicho, pero tenía bien en cuenta lo que me había dicho un compañero mayorcito, que lo mejor es “dividir para reinar”. No es que yo los dividiera, pero los dejaba hacer con cara compungida, que era puro teatro.

La verdad es que las cosas hubieran sido mejor si hubieran hablado más conmigo y me hubieran dado explicaciones de por qué a las cosas hay que hacerlas de una determinada manera. Lo que pasa es que se cansaban en seguida de mis porqués, y entonces me mandaban al quiosco de la otra cuadra a comprar lo que se me ocurriera.

No sé en qué hubiera terminado la cosa, de no ser porque ya más grandecito me fui a vivir un tiempo en casa de mis abuelos, porque mis padres se habían ido de viaje por las Europas. Y mi estadía combinó con la de mi tío, en ese entonces ya soltero, y que al parecer sigue caminando en la soltería.

O sea soltero sin remedio, aunque no todavía lo que se dice un solterón, y estando junto a él y por eso lo quiero tanto, me empezó a tratar buscando que me portase todo lo contrario a lo que hasta entonces había visto hacer y había hecho.

Hasta que llegó el momento, justo unos días antes de que mis padres regresaran, que me miró directamente a los ojos con esa mirada intensa de sus ojos renegridos, y me dijo: “Vení, querido, estás hecho un hombrecito. Has dejado de ser el nene malcriado, a la vez por estar mal enseñado y ser un peor mal aprendido, que te había convertido en un nene consentido”. No me pregunté entonces si sería necesaria la existencia de una escuela para padres, o si había estado en una escuela de tíos.

¿Por qué cuento estas cosas? Porque venía por la calle y, al pasar por una casa con la ventana abierta y la radio encendida, escuché al pasar que decían que Donald Trump -nadie puede dejar de saber de quién se trata- había suspendido su viaje a Dinamarca, porque el gobierno de ese país no les había querido vender el territorio de Groenlandia a los Estados Unidos, cosa que comunicó con un mensajito del celular, como si se tratara de cancelar el pedido de compra de una pizza. Dejó de esa forma plantadas a la reina Margarita y a su primera ministra. Fue allí donde se me hizo presente la figura de mi tío, el que me había ayudado a volverme un hombrecito, aunque también me contagió la maña de mi, hasta ahora, soltería.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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