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Sergio Urribarri mereció siempre nuestros reparos, cuando considerábamos que los merecía. Y precisamente por eso, lejos está de ser nuestra intención “golpearlo en la matadura”, en momentos en que acaba de ser condenado por un Tribunal Oral de nuestra provincia. Dicho Tribunal lo ha encontrado incurso en delitos vinculados todos ello con el “peculado”, o lo que es lo mismo, haber desviado en su provecho personal, fondos públicos. Ello así por cuanto, de ese modo, significa incurrir precisamente en el comportamiento eufemísticamente señalado al principio. Nuestro propósito exige, en cambio, que avancemos en otra dirección.

Al respecto debemos destacar primero, la lección de auténtica docencia que recibieron, quienes tuvieron la paciencia de escuchar pacientemente, durante más de once horas, en vivo y en directo, a través de una trasmisión televisiva, la lectura, por parte del presidente del Tribunal que lo juzgaba, de la parte resolutiva de una sentencia condenatoria; y, por sobre todo, una relación minuciosa de la profusa y compleja prueba, que ha servido para fundamentarla. Para pasar, enseguida a intentar en grandes trazos, cómo por nuestra parte lo vemos a Urribarrri y a su conducta pública.

Es así como consideramos adecuado señalar que, para nosotros, estamos ante una persona con un “alto nivel de aspiraciones”, las que pudo desplegar en una forma que cabe en su inicio considerar como azarosa, siguiendo la enseñanza contenida en ese refrán que dice que “el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Nada que censurar existe en ambas circunstancias. Pero sí la hay en el hecho de haberse convencido el exgobernador que en su accionar no existían límites para alcanzar sus metas, inclusive las legítimas. Se lo vio así, incurrir en un comportamiento que en la antigua Grecia se lo consideraba un pecado en contra de los dioses. El cual, en nuestra lengua, y despojado de todo ingrediente religioso, se lo conoce como “desmesura”.

No estamos con ello intentando efectuar una defensa de su comportamiento, sino buscando explicación para su “patrón de conducta”, el que se lo ha encontrado en especialistas en esta temática, en los casos en los cuales “la autoconfianza se exacerba, llevando a entregarse a una actividad frenética que implique exceder las propias fuerzas más allá de todo límite razonable”. Sin apartarnos de esa intención, debemos decir que su desmesura encontró terreno abonado que facilitaba su crecimiento en una sociedad como la nuestra, en que la ausencia de todo límite, por esa situación de anomia, en el que las leyes dan la impresión de ser papel mojado y que el desgobierno medra, por la falta de controles, ya que parece difícil encontrar a quienes muestren aptitud, y la vez estar en condiciones de “controlar a los controladores”.

Aunque lo más penoso y grave que resulta de esta situación, es que da la impresión que los funcionarios y empleados estatales desempeñan -por su inacción- el papel de cómplices pasivos, estando como están en condiciones de olfatear, cuando menos la existencia de que “hay algo podrido en Dinamarca”. En tanto, por parte de muchos de quienes conformamos la sociedad, lo mismo sucede, dado que todo lleva a suponer que no estamos a las alturas de nuestros deberes y responsabilidades. Y así es como nos va, haciendo dudoso en quienes actúan por omisión, su derecho a quejarse.

Es por eso que, como una suerte de anexo, no nos resistimos a la tentación de compartir estas palabras ajenas: “Talar un árbol y después trabajarlo, para poder extraer de él ese vital elemento para los humanos que es la madera, requiere una serie de esfuerzos combinados, en tanto que sacar leña de un árbol que se cayó, es mucho más sencillo. Cuando se aplica esta frase a un comportamiento social, se está queriendo decir que alguien aprovecha la situación desfavorable de una persona para criticarla, maltratarla o sacar una ventaja a expensas suyas, sólo porque en tal circunstancia es mucho más fácil hacerlo.”
Fuente: El Entre Ríos

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