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Hebe de Bonafini ha fallecido, siendo consecuente en todos los aspectos con la forma en que viviera, sintiera y pensara siempre, y que se agudizaron como resultas de trances trágicos que, para desgracia suya y de todos, le tocó vivir.

Al mismo tiempo, es merecedora del mismo respeto que merecen todas las personas muertas, circunstancia que no es ocioso remarcar.

Porque en vida, y sobre todo luego de la tragedia personal que significó para ella ver truncada la juvenil existencia de dos hijos y una nuera en los “años más negros” del pasado siglo, se mostró como una persona valiente, aunque víctima de sus pasiones, explicables, justificables, nunca descontroladas.

Ya que jamás se puede justificar el odio, en la medida que es un sentimiento venenoso que carcome por dentro al que lo sufre y al estar infectado puede diseminarse en toda la sociedad.

Es lo que sucedió en su caso, donde su sentimiento se vio espejado en el de tantos que, entre nosotros, de una manera objetable, reaccionaron en contra de ella de la misma manera.

Claro está que no se puede ignorar que su presencia en la escena pública se dio también en el contexto de una sociedad que, a lo largo de su historia, y desde sus mismos orígenes, ha llevado infinidad de veces más allá de todo límite sus pasiones encontradas. Las mismas, que ahora se hacen presentes.

Una prueba de ello la encontramos en esa suerte de notas necrológicas, que se han desencadenado después de su deceso; y las cuales, como no podía ser de otra manera, la tenían como centro de sus consideraciones.

Es así como se ha visto destacar, por una parte, de diversas maneras, todas ellas encomiásticas – inclusive en algunos casos hasta el exceso, su actuación pública, la que tiene su centralidad – la misma que debiera haber sido materia del reconocimiento de todos, atento a su valor intrínseco, y la valentía por ella demostrada y el rol que jugó en la denuncia de “desaparecidos”, un eufemismo que según Ricardo Balbín, servía para hacer referencia a personas que en su mayoría estaban ya muertas, de una manera que ninguna explicación resultaba suficiente para dejar de considerarla aberrante.

Mientras que desde la vereda de enfrente se asiste a notas que ponen el acento en otros aspectos de su actuación pública, en las que se menciona no solo su apasionamiento impregnado de odio, sino, “como al pasar”, circunstancias puntuales y casi anecdóticas, como la reacción primera que provocó en ella la designación del Cardenal Jorge Bergoglio, quien como Papa pasó a llamarse Francisco, y el pedido de perdón que ella le efectuara y que le fuera concedido en ocasión de un viaje que con ese objeto efectuó a Roma, y que la llevó hasta el Vaticano. O el haber acogido en la condición de casi “hijos adoptivos” –en una forma de llenar el vacío dejado por el homicidio de sus hijos- a los hermanos Schoklender, los cuales la embarcaron en la aventura empresarial del programa “Sueños compartidos”, que dio motivo a un juicio en el que se investigaban “desvíos fraudulentos de fondos estatales”, causa que todavía sigue abierta después de permanecer dormida durante muchos años, y en la que en su caso, como consecuencia de su muerte, ya no la tiene como parte investigada en el proceso.

Por nuestra parte, a lo que nos interesa referirnos es a la lamentable –y rara vez lamentada en forma explícita- circunstancia que nuestra sociedad cabe que hubiera sido distinta, si ante el dolor que le provocaron la muerte de sus hijos y la manera en que se llevó a cabo la aniquilación de la subversión, su actitud y la de las madres que acompañaban y la acompañaban en sus rondas de los jueves, hubiera sido distinta.

De lo que se trataría entonces es de intentar llevar a cabo un ejercicio de “ucronía”. Entendiendo por tal a “un género literario que se caracteriza porque la trama transcurre en un mundo desarrollado a partir de un punto en el pasado en el que algún acontecimiento histórico sucedió de forma diferente a como ocurrió en realidad.

Es que, en nuestro caso, la historia alternativa sería el relato de “lo que hubiera pasado” si, en un momento dado, Hebe de Bonafini y las Madres de Plaza de Mayo se hubieran convertido en las promotoras de un mensaje de perdón y reconciliación.

Nada imposible, en tanto pervive el ejemplo de Mandela, en su tierra africana. Víctima como fue de más de veinte años de prisión rigurosa por reclamar sus derechos para sí y los suyos, todos quienes soportaban una cruel supremacía blanca.

Estamos cansados de escuchar decir que “cuando se quiere, se puede”. ¿Dónde están en nuestra sociedad los auténticos liderazgos con autoridad, que pregonen el perdón y la reconciliación y que ese pregón contribuya a convertirlo en hechos?

Mientras llegue el momento en que ellos surjan, nos sumamos al pedido para que Hebe de Bonafini pueda, ahora descansar en paz.

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