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Hace de esto pocos días, en este medio se editorializaba señalando que debía considerarse una buena nueva, el que las clases en las escuelas comenzaran cuando debían, es decir en la fecha contemplada en el calendario escolar. Aunque a renglón seguido se expresaban nuestras dudas ante esa maravillosa anomalía, ya que de esto se trataba en nuestro caso. De allí que prudentemente se titulaba ese editorial destacando que nos referíamos a “una noticia que sería la mejor, de despejarse dudas”. Lamentablemente esas dudas se transformaron en realidades, ante la información que la entidad gremial provincial ha dispuesto una seguidilla de “paros escalonados”.

Frente a esa novedad, la pregunta que deberíamos hacernos, comenzando por las autoridades con competencia en ese ámbito, es si no ha llegado el momento de “declarar a la educación en estado de emergencia”, con todo lo que ello conlleva. Porque en materia educativa no es aplicable la receta que utilizara el entonces presidente Menem en materia ferroviaria – independiente del juicio que mereciera esa decisión, y las consecuencias de ella que quedaron a la vista- cuando dispuso que “ramal ferroviario cuyo personal para, ramal que se cierra”. Ya que es impensable “cerrar las escuelas”, a pesar de que no puede dejar de preocupar en grado sumo, la notoria caída de la calidad de la enseñanza que, con pocas excepciones, presta nuestro sistema educativo considerado como un todo.

Es pertinente aquí hacer una digresión, referida a una nota de opinión que una ex ministra del ramo ha hecho pública sobre el tema, señalando como principal falla que las sucesivas leyes que venían a implementar una secuencia de “reformas en materia educativa” a pesar de ser la mayoría de ellas adecuadas para lograr su objeto, en realidad no se aplicaron, quedando sino como trozos de papel mojado, al menos como un catálogo de buenas intenciones. De allí que en estos momentos nuestra principal preocupación, aparte de una lucha en serio, o sea hecha de manera integral, lo que significa reformas estructurales a efectuar en un contexto más amplio, que el de “matar el hambre” -que incluso lamentablemente a ojos vista no se consigue del todo- debería ser el de mantener a las escuelas abiertas y funcionando.

Es que se debe tener en cuenta que en este momento nos encontramos en una situación en que dos derechos de jerarquía constitucional se muestran en conflicto: el de huelga, por una parte –si es que se dilucida en forma afirmativa la cuestión acerca de si el personal de los servicios públicos puede hacerla- y el de aprender, por el otro, al cual desde la perspectiva del bien público debe indudablemente darle un carácter prioritario.

Debe quedar en claro que esa apreciación está lejos de venir a expresar la intención de reducir a los docentes a un estado de servidumbre, pero lo que si consideramos cierto que de mantenerse la situación que se anticipa de que el servicio educativo se preste en forma intermitente, es responsabilidad de la autoridad pública implementar mecanismos alternativos, con el objeto de dar amparo a los educandos en su derecho de aprender. Sobre todo teniendo en cuenta –ese es al menos nuestro parecer- que mayor daño provoca una huelga docente por tiempo indeterminado, que el que haya clases de una manera intermitente.

Ya que ese “ir y venir” en un proceso educativo al que se lo ve funcionar “ a los tirones”, aparte del daño que provoca en la calidad de la enseñanza, y el daño aún mayor que implica en el aprendizaje –no hay que olvidar aquí los altos porcentajes de chicos –y no tan chicos- que “no comprenden lo que leen”, algo que debiera entenderse como que “no saben leer” porque eso es precisamente lo que ocurre, según queda establecido en los resultados de las evaluaciones”, algo que vendría a quedar completamente al desnudo cuando las medidas de fuerza llegan, dejando de lado esa intermitencia que hasta cierto punto esconden sus consecuencias a ese extremo.

A ello se agrega tanto la pérdida de la imagen reverente que en algún momento se reconocía justificadamente tanto a la educación, como a la escuela y los maestros, y hoy son vistos como aportes desafortunados a la situación de creciente caos en que estamos inmersos. De lo que cabría concluir que no se debe admitir que los educandos sean “los convidados de piedra” en un conflicto que termina convirtiéndolos en el “pato de la boda”, viendo su derecho de aprender vulnerado, por un conflicto en el que no tienen ni arte ni parte.

¿Y qué papel juegan los padres, que mejor dicho no parecen jugar ninguno, ante el tratamiento que se les da a sus hijos? Daría la impresión que esa pasividad los convierte en cómplices de una situación de culpas repetidas de las que el gobierno y el gremialismo docente son los verdaderos responsables. Ya que debe quedar en claro, que una cosa es apuntar contra el mismo, y otra hacerlo con los docentes en forma individual.
Fuente: El Entre Ríos

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