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Tiempo de ira

Un añoso libro escrito por un autor francés, en el transcurso de la Guerra Civil Española (1936-1939) comienza con la frase la ira de los imbéciles invade el mundo. Una frase que se podría aplicar en la actualidad. Aunque con la necesaria supresión de la referencia a los imbéciles, ya que no es posible (ni entonces ni ahora), hacer tal categorización; en parte porque no todos somos imbéciles, o al menos suponemos no serlo, y en tanto y en cuanto, aún quienes no lo son no están exentos de incurrir en imbecilidades.

Por Rocinante

O sea que, la frase retocada, queda de esta forma: la ira invade el mundo. Así fue en esa época, lo es en la actualidad y posiblemente, con flujos y reflujos, lo haya sido siempre.

En esa época, la de la los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, se vivían tiempos de ira como en la actualidad, y en ambos casos se asiste a la presencia de la imbecilidad humana llevada al paroxismo, por lo que cabe considerar como las insondables corriente de la historia.

La ira. Se puede hasta afirmar que estamos enfermos de ira. De ella más que del odio. Porque éste es un sentimiento perverso por venenoso, de larga duración aunque por lo general de soterrada presencia, mientras que la ira es una actitud explosiva, pero pasajera (no se puede vivir en un estado de ira perpetua, pero si es posible mantenerse persistentemente alimentado el odio).

A la vez si tanto el odio como la ira son focalizables, en el sentido de que ambos pueden estar focalizados en alguien o algo que los provoca; con respecto a la ira se da en la actualidad un estado de cosas especial, cual es el de la ira por la ira misma, o sea la ira ni provocada, ni focalizada, es decir una ira sin sentido (igualmente así podría decirse de la violencia que en una eventual consecuencia de la ira, pero ese es otro tema).

Más, y no debe verse en esto un mero juego de palabras, es dable encontrar un sentido a la ira sin sentido. Aquella que se desata por cualquier motivo y termina lastimando al menos pensado, aunque invariablemente encuentra su primera víctima en quien la expresa.

En tanto hablar del sentido o sinsentido de la ira, exige, al menos, intentar ensayar una explicación de su ocurrencia; la que al menos en la actual situación del mundo tiene que ver con la sensación de no saber dónde estamos parados, y en ocasiones ni siquiera si en realidad estamos parados.

Pareciera que hemos vuelto a ese estado de incertidumbre siempre alerta y angustiante propio del animal salvaje, y presente también en el hombre primitivo, luego de dejar atrás una etapa de realidades en apariencia sólidas, en cuantos estaban asentadas en inconmovibles convicciones.
El malestar del mundo
Mejor debería hacer referencia al desasosiego que nos provoca el mundo, ya que éste mirado desde cierta perspectiva no es más que una cosa en apariencia inerte que nos da cobijo. Dado lo cual el malestar es nuestro y no del mundo.

La cuestión reside entonces en procurar acercarse lo mejor posible a establecer cuáles son las circunstancias que nos provocan malestar en el mundo actual.

Y a ese respecto conjeturo que entre ellas las que resultan las más plausibles son el fenómeno de la globalización, al que se agrega la nueva revolución tecnológica de robotización creciente, y por ende destructora de empleos, y la también creciente concentración, y por ende la inequidad de la distribución de los recursos disponibles.

Cabe asimismo destacar que los mencionados son fenómenos interconectados, y al menos en parte en situación de recíproca causa y efecto y de allí la dificultad de darle a cada uno de ellos un tratamiento por separado.

Aunque el de la globalización es el fenómeno de más amplio despliegue y, en las circunstancias actuales, el que tiene mayor relevancia o incidencia.
El fenómeno de la globalización
En un estado de cosas como el actual en el que se ve con preocupación el creciente empobrecimiento del lenguaje que utilizamos para comunicarnos (estudiosos del tema señalan que una gran proporción de la población se maneja con más o menos seiscientas palabras, cuando un vocabulario correcto sería contar con seis mil, de las ochenta mil palabras de nuestro idioma) no está demás como introducción a este acápite, plantear una cuestión de palabras.

Debe señalarse así que ciertos autores consideran que es más adecuado en español el término mundialización, en lugar de globalización, anglicismo procedente del inglés globalization, puesto que en español global no equivale a mundial, como sí ocurre en inglés.

De cualquier manera, este es un caso más en que lingüísticamente terminamos siendo esclavos del inglés, y de nada sirve nadar contra la corriente. De manera de que siendo así las cosas paso a citar lo que, más que una definición, es una descripción de este fenómeno complejo que considero adecuada.

Mientras tanto tratar, más que de definir, de explicar el fenómeno de la globalización, resulta difícil en sí mismo, porque estamos inmersos en él, y por consiguiente aunque somos una parte del mismo, carecemos de la debida perspectiva, si bien vivimos en carne propia sus efectos.

Para comprenderlo recurro a un autor, quien señalaba que en contraste con lo que sucede en la actualidad, en el pasado la humanidad (entendiendo por tal el conjunto de hombres que habitan la tierra, o que la han habitado o la habitarán) era un concepto abstracto, propio más de la filosofía que de lo que en la actualidad se conocen como ciencias del hombre, ya que la mayoría no era del todo consciente que todos los humanos formábamos partes de un único todo.

El fenómeno fue anticipado nítidamente por el profesor canadiense Mac Luhan, quien se hizo popular por una frase que suena un poco incomprensible cual es que el medio es el mensaje, pero que todavía sigue presente, por ser quien acuñara en 1961 la expresión “aldea global”.

Expresión impactante por lo gráfica, pero no del todo exacta dado que esa pretendida aldea lejos está de ser un vecindario, a pesar del empequeñecimiento del mundo que significa la posibilidad de la interconexión instantánea y permanente entre persona ubicadas en cualquier lugar.

De cualquier manera existe coincidencia que la globalización pudo avanzar por la convergencia de la invención del chip, unida al fin de la Guerra Fría, consecuencia de la implosión de la Unión Soviética.
Esa circunstancia que hizo posible una situación de la que no hemos terminado de salir, cual es la coexistencia de dos mundos distintos, aunque por ahora entremezclados como hermanos siameses, cuales son el mundo de los estados nacionales y el mundo global.

El primero de ellos es el de territorios delimitados por fronteras que en cualquier momento se convierten en muros. El segundo de ellos, es otro que avanza pretendiendo, aunque no lográndolo siempre, perforar las fronteras estales.

Este es el mundo que asoma, limitándonos tan solo al campo de la economía, aunque está el mismo imbricado con los aspectos tecnológicos, políticos, jurídicos, sociales y culturales del mismo fenómeno y según la descripción de un estudioso, se caracteriza por la integración de las economías locales a una economía de mercado mundial donde los modos de producción y los movimientos de capital se configuran a escala planetaria («nueva economía») cobrando mayor importancia el rol de las empresas multinacionales y la libre circulación de capitales junto con la implantación definitiva de la sociedad de consumo.

Incluso cabría poner en cuestión la forma con la que se califica el rol de las multinacionales, grupos concentrados en un proceso de constante reacomodamiento, a los que caber considerar juegan un rol protagónico en la nueva economía, dado lo cual si no es del todo cierto que están en condiciones de fijar el rumbo de la economía de una maneta total, son las que implantan lo que cabría describir como la tónica por donde ella se mueve.

Es que es precisamente la forma de moverse de esos grupos es lo que provoca la sensación de un terremoto, por cuanto significan, en cierta forma y a otro nivel, una forma aggiornada del capitalismo salvaje de los tiempos de la Revolución Industrial, como consecuencia de mostrar un proceso económico centrado en maximizar la utilidad empresarial, en función de maximizar la competitividad.

Una forma de mirar las cosas que tiene claras consecuencias en la localización mutable de las plantas industriales y en la búsqueda de la menor cantidad de trabas posibles en el ámbito laboral, a través de los que se conoce como la flexibilización laboral.

Todo lo cual nos habla de la necesidad de la existencia de regulaciones emanadas de organizaciones supra-estatales, o como se quiera llamarlas.
La destrucción de empleos
Extremando las cosas parecería que estamos avanzando hacia un mundo de desempleados. Algo que no se puede calificar ni como bueno ni malo, ya que todo depende de la forma en que se llenen los tiempos de holganza.

Mientras tanto, es evidente que se vive una situación de inseguridad laboral creciente, como consecuencia de la flexibilización laboral apuntada que conspira contra la estabilidad en el empleo, a lo que se agrega la dificultad de encontrar trabajo, inclusive por parte de quienes se encuentran sobre-capacitados para efectuarlo.

El fenómeno indicado se vincula con la globalización. Pero junto a ella se asiste a la presencia de otro factor que tiene que ver con los avances tecnológicos. Es que éstos y en especial la expansión de la robotización (que lleva al reemplazo de un trabajador por un robot), transforma a la tecnología en una virtual máquina destructora de puestos de trabajo. Es así como puede leerse en una reciente nota periodística que la proyección de los expertos es que la mitad de los actuales tipos de trabajo desaparecerán en las próximas décadas por esa circunstancia.

Se hace aquí presente otro motivo para el malestar social, que no es exactamente igual al provocado por la globalización. Porque en el caso de ésta la explicación del malestar reside, en gran medida, en la incomprensión del fenómeno, provocando una sensación de incertidumbre de la que no se es inclusive del todo consciente. En cambio, en lo que hace al ámbito del trabajo lo que se vuelve presente es una sensación de inseguridad.

Claro está que lo peor que podemos hacer es mirar esta realidad con ojos de mal augurio. Siempre ha habido y siempre habrá cosas de que ocuparse. De lo que se trata es de mantenerse con la guardia en alto, y comprender que en este caso, como en otros tantos la estrategia no está en empeñarse en frenar la corriente, sino de encausarla de una manera provechosa.
Ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres
Me queda poco espacio para ocuparme de esta última manera de tratar de explicar el malestar. Por supuesto que no hago referencia a nuestra pobreza o sea esa culpa grande que significa que entre nosotros por lo menos uno de cada tres argentinos sea pobre y que de ellos uno de cada diez de nosotros viva en una situación de indigencia.

Me refiero a la tendencia que marca lo que sociólogos y economistas llaman en los Estados Unidos el clubdel1%. Con lo que se hace referencia al hecho que el 1% de las familias más ricas de esa nación controla casi la mitad de su riqueza, y el 0,1 % de las familias más ricas entre las ricas son dueñas de la quinta parte de esa riqueza. Situación que comparando únicamente las últimas décadas revela un incremento en los niveles de desigualdad (lo que no es lo mismo que los niveles de pobreza), ya que respecto a ésta, se asiste a alentadores niveles de disminución a nivel mundial.

Y es aquí donde la sensación de privación (la que no es la misma cosa que el hambre) se hace sentir y se convierte en malestar.
La pregunta
¿Cómo avanzar hacia la consecución de un mundo más justo? Al parecer estamos empeñados en avanzar en dirección contraria.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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