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Edificio de la Auditoría General de la Nación
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Esta es una de las tantas frases que se atribuye a Diógenes, un filósofo originalmente excéntrico de la antigua Grecia. Y es la misma que -entre otras- utilizaron los estudiantes parisinos en 1968, durante lo que se conoce como el “mayo francés”, para explicar el núcleo de sus reclamos, traducidos en protestas que se iniciaron en mayo de ese año y se agotaron al mes siguiente.

Y si traemos a colación esta frase, es atento a la circunstancia que la mayoría oficialista en la Auditoría General de la Nación logró la aprobación de un informe que valida los contratos que se firmaron con laboratorios para adquirir sueros contra el coronavirus, hecho acaecido el pasado miércoles. Los miembros minoritarios de ese organismo sabían, antes de que se produjera esa aprobación, que en la información acerca de esos contratos, se había omitido toda referencia que tuviera que ver con el meollo del contenido de los mismos. Se callaba así no solo explicaciones acerca de la razón por la que se desechó la primera propuesta recibida por el gobierno nacional, que fue la de la vacuna Pfizer y que, de haberse acordado su compra, estando ese laboratorio en condiciones de entregarlas de inmediato, hubiera evitado un número indeterminable, aunque significativo, de muertes. También lo referente al número de vacunas adquiridas a cada laboratorio, los precios por unidad pagados a cada uno de ellos, los plazos contractuales de entrega y la morosidad acusada por los mismos, de haberla, en esas entregas. También el número de vacunas aplicadas, y de las que al momento se cuentan para hacerlo y cuántas de ellas están vencidas, o están por vencer a corto plazo.

Nada de eso al parecer se explicó en el informe validado, con el argumento –habría con más propiedad que hablar de excusa- que “no podemos contar la negociación por pedido de las farmacéuticas, no es que queremos ocultar algo”, según las palabras de la ministra del ramo.

Frente a lo que suena razonable, el reclamo de aquellos auditores que, por considerar que faltaba información fundamental sobre el proceso de adquisición de las vacunas, ese informe tenía “sabor a poco”, por no decir sabor a nada. Y frente a la argumentación ministerial se advertía que “la confidencialidad” invocada por el gobierno e incluida en los contratos con los laboratorios, tenía que ver con detalles técnicos de todo tipo vinculados con la fabricación de la vacuna, y no con la información que se mantiene reservada y bajo secreto, a la que hemos aludido.

Ello viene a significar una muestra más de la manera en que desde la administración nacional se desnaturaliza aquello que los estudiantes franceses soñaron, como el arribo de la “imaginación al poder”. Ya que lo ocurrido es un ejemplo más de una frecuencia preocupante a la que se asiste, cuando apelando a toda clase de “manganetas” se genera en forma deliberada un ocultamiento de aquello de lo que es un deber gubernamental anoticiar a la población.

Se hace presente así el caso de una “imaginación en el poder… mal aplicada”, cuya consecuencia buscada es una opacidad en la gestión pública considerada objetable. Todo ello en la medida que con esa ocultación a sabiendas no se permite a los auditores, e indirectamente al pueblo que ellos representan, “saber de qué se trata”. Ya que, si se debe valorar positivamente la aspiración de llevar la imaginación al poder, no es obviamente para que desde el mismo se puedan cometer todo tipo de tropelías y maldades. Y si no se las comete, no existen razones para ese secretismo.

Mientras tanto, algo que no parecen advertir nuestros funcionarios es que, con maneras de proceder como la que nos ocupa, su accionar se traduce en un jalón más, de un incomprensible plan de “demolición de la confianza” al gobierno del que ellos mismos forman parte. De una confianza que desde el gobierno se debe inspirar, tanto dentro del país como fuera de él, si es que verdaderamente queremos salir del pantano en que estamos más que empantanados, enterrados.

Mientras tanto, si desde el gobierno pueden llegar a estar satisfechos que se lo asocie positivamente con la consigna antedicha, no sería ese el caso de otra, con la que los estudiantes parisinos cubrían las paredes de la ciudad. Porque el “prohibido prohibir”, que ellos también pintarrajeaban, no es para nuestros funcionarios, a estar a un sinnúmero de actitudes y actos suyos, una manera de hacer que les provoque la más mínima dosis de entusiasmo, sino por el contrario, se atienen a todo lo que sea prohibir con notoria complacencia.
Fuente: El Entre Ríos

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