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Entre tanta hipótesis acerca del futuro, no podemos escapar de los problemas a los problemas del pasado

Se ha convertido en una muletilla eso de que estamos en los albores de una nueva normalidad, en torno a la cual se tejen hipótesis diversas respecto de aquello que se supone que encontraremos cuando finalmente llegue la pospandemia.

Como todo ejercicio predictivo, se proyecta que la nueva normalidad estará compuesta de cambios en todas las dimensiones de la persona: familiar, social, laboral y hasta espiritual. La irrupción acelerada de los medios audiovisuales parecería reemplazar el contacto personal. Podemos comprar por Internet, trabajar a distancia y reunirnos por trabajo o con nuestra familia por alguna plataforma de reuniones virtuales. Desaparecen aceleradamente algunos trabajos y nacen otros. Hasta el culto dominical pasa por YouTube.

La nueva normalidad, con todo, convive en nuestra cotidianeidad con cuestiones propias de la vida vieja. Cuestiones que ponen un manto de duda sobre eso de que de esto saldremos mejores, o que sabemos que esto pasará – otras dos muletillas escuchadas hasta el hartazgo en los últimos meses.

Con el foco de la atención puesto sobre los informes sanitarios diarios, pasan bastante desapercibidos otros datos que dibujan nuestro futuro inmediato mucho más que cualquier hipótesis abstracta. Entre estos datos, el resultado fiscal del sector público nacional, que acumuló $1.377 mil millones (5,4% del PBI) en los primeros siete meses del año, merece especial atención. Por lo pronto, es similar al monto de dinero emitido por el Banco Central para financiar el bache fiscal.

Es entendible (¿es entendible?) que, vista la necesidad (¿la necesidad?) de cerrar la economía a causa del virus, como lo hicieron tantos otros países, el Estado debiera recurrir a planes de asistencia a quienes se ven impedidos de generar ingresos por la prohibición de abrir. Lo mismo hizo la mayoría de los países.

El problema está en que el carácter temporario, de emergencia, de esos planes va una vez más camino de convertirse en un asunto permanente. Está visto que al Estado todopoderoso le cuesta muchísimo retirarse de los territorios que va conquistando. Nada nos asegura que, acabada la emergencia sanitaria, se acaben los planes de asistencia, los permisos, los protocolos, las barricadas municipales y otras tantas sandeces con las que el estado nos va robando las libertades individuales y haciéndonos esclavos de su protección.

Escuchamos hablar de una nueva normalidad, pero germinan por doquier focos de inestabilidad económica y social con ese olor a viejo problema nunca bien resuelto en nuestro país. El déficit fiscal, financiado con pesos sin respaldo, amenaza con desatar una crisis cambiaria e inflacionaria de las que tantas vimos. Los analistas lo ven, los inversores extranjeros lo ven, las empresas lo ven y hasta la gente que compra dólares lo ve. Sólo el Gobierno lo ignora, enfocado en su único foco: una agenda política para llegar sin hacer olas a las elecciones de 2021.

¿Qué significa no hacer olas? Mantener el espejismo de una situación subóptima en que el Estado suple lo que el sector privado no está dispuesto a hacer a causa de la enorme incertidumbre fiscal, monetaria y cambiaria. Sostener el espejismo con inflación, nuevos impuestos, más regulaciones y restricciones aleja la esperanza en un futuro más próspero. Máxime cuando se hace demasiado evidente que más que lo nuevo el Gobierno (o la vicepresidente) siguen emperrados con sus viejas peleas con la Justicia y los medios. Para ella, el período 2015-2019 no existió. Como tampoco existen los problemas reales: sólo sus batallas parecieran contar.

Es evidente que la cuarentena es funcional a la supervivencia del espejismo que la política busca crear. Abrir el cerrojo aceleraría la visibilidad de los problemas. Si más personas salen a la calle a consumir, la inflación no tardaría en manifestarse. Si más personas pudieran viajar al exterior, las reservas no aguantarían. El hilo es muy delgado. Abandonar la cuarentena podría abrir una Caja de Pandora y hacer inviable los mediocres planes para llegar hasta las elecciones y consumar una venganza personal. Como casi siempre, los intereses de la política están lejos de la conveniencia de la Argentina.

Se ha alterado el orden de prelación de las cosas. La cuarentena se introdujo para evitar la propagación del virus sanitario. Ahora, no se le da un final para prorrogar la propagación del virus económico.

El final del cuento lo conocemos. A la nueva normalidad parece que no le faltarán pobreza, inflación y falta de empleo. Problemas viejos que se manifestarán en la pospandemia.

El Gobierno no puede disimular esos problemas. Aporta migajas, pero no resuelve los problemas de fondo que provocan la baja productividad del trabajo y la baja competitividad externa del país. Hace lo posible por desincentivar la inversión privada, la única vía posible para salir del círculo vicioso de la decadencia argentina. Lo nuevo puede esperar en Argentina; nuestra normalidad es la de repetir una y otra vez los mismos viejos errores.
Fuente: El Entre Ríos

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