Se me ocurre que no tenemos arreglo. Que no podemos con nuestro genio. Ese que hace que a todo le doremos la píldora, de manera de poder presentar las cosas de la mejor manera.
Hablar aquí de arrepentidos. ¡Cómo trata de confundirnos el diablo y cómo hace que terminemos enredados! Después nos quejamos porque nos hacen tragar cualquier sapo. Cuando la verdad es que nos esmeramos para que así ocurra.
Mi parecer es que entre los que son traídos, cantan y se van no hay ninguno al que se le pueda dar ese nombre. Porque el que se arrepiente es como si de golpe se le abriese la cabeza y que se le llenase de luz, al ver lo mal que se portó. Y después viene algo que se llama descargar la conciencia, que es como un vómito, al que sigue el alivio después. Y al que hay una forma de medirlo, que no es otra que aquello que en la catequesis llamaban el “firme propósito de enmienda”. “Propósito”, bien dicho, porque nunca se sabe si va a ser nuevamente tentado y volver a caer.
Entonces, ¿por qué llamamos arrepentidos a estos señores, que de tales, dicho sea de paso, tienen muy poco?
Me dice mi tío que me escucha divagar, que en ninguna ley se los llama de esa manera. “Delación premiada”, la llaman en Brasil. “Colaborador o cooperador eficaz”, les dicen entre nosotros los bien hablados; agrega con esa voz de catedrático que no es, en lo que me parece una manera de azucarar la cosa.
Para mí, según el diccionario de lunfardo con el que me quedé después de la muerte de mi abuelo, mi bueno y siempre bien recordado abuelo a quién tanto quise y sigo queriendo todavía, no son otra cosa que “ortibas”, o sea batidores, alcahuetes, botones, sapos, soplones, o como a ustedes les parezca, pero arrepentidos… no.
Y ya que estamos, ¿será posible que alguna vez nos arrepintamos de algo, y que sea de verdad?
