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Sin necesidad de mucho meditar, y tan solo haciendo un parate en el torrente continuado de mi pensamiento, me he percatado de que el hombre no ha dejado de matar desde los tiempos de Caín, el hermano celoso.

Y desde allí en más hemos seguido matando por las casusas más diversas, en las que la maldad del Diablo, porque el Diablo existe, aunque parece haber triunfado en convencernos (con una paciencia que iguala al pasmo de su ingenio) de su inexistencia; la misma forma que usa para engatusar a tantos a los que los vuelve crédulos de que la Tierra es plana y que el vacunarse, si no hace mal al alma, e inclusive quizás al cuerpo, de cualquier manera no sirve para nada.

Mientras que, por el contrario, por tantas cosas que nos volvemos locos, y que en realidad sirven para poco y nada -vanidad de vanidades, como le escuché decir a mi abuela- otras son tan importantes que nos volverán felices.

Es por eso que desde hace un tiempo largo vemos al hombre convertido en un lobo que aún de una manera disimulada se come al otro. Es triste y a la vez me hierve la sangre cuando oigo hablar de estas cosas. Ya que no es mucho lo que hay que cavar porque, según dicen en los programas de televisión que no veo, las radios que no escucho, y los diarios que no leo, parece que todos ellos se han convertido en poco menos, cuando no del todo, en una ininterrumpida gacetilla policial. Sirviéndose en más de una ocasión, según me dicen, del dolor ajeno, para llenar espacios, consultando a la flamante viuda de un infeliz muchacho asesinado, de eso hace casi un instante, de las cosas más variadas, y según mi tío hasta poniendo cara compungida.

No creo que seamos descendientes de Caín, aunque hay veces que dudo que estemos aunque un poquito emparentados con Abel, al ver la manera de comportarnos que no es de ahora.

Y que se me ocurre que se traslada a la manera en que tratamos a nuestros muertos más ilustres, a aquellos que tenemos por próceres y así los llamamos, aunque no necesariamente en todos los casos sea cierto. Porque detrás de la cara de bronce de esos hombres de larga fama, está siempre, a pesar de no vérselo así el hombre de carne y hueso con sus grandes virtudes, pero también con sus atenuados defectos.

No en balde dice mi tío, que según ha leído y quedó convencido desde entonces de eso, cuando Jesús fue llevado ante Pilatos, no sintió miedo porque pensó en su padre siempre atento desde el cielo, sino porque lo imaginó junto a él.

Pero a pesar de estos vericuetos, los que les quería decir es que me parece que en cierta forma y hasta cierto punto, nos pasamos matando próceres. No se trata de algún despistado fanático embardunando alguna estatua, como suele suceder, sino que los hacemos desaparecer, palabra horrible que trae tantos malos recuerdos. Sacando de circulación a los billetes de papel moneda que llevan su rostro impreso en su reverso.

Ya sé lo que van a decir, que eso se explica por la inflación y la misma está porque no somos un país en serio, pero les digo lo que voy a hacer, que es quedarme con un billete de cinco pesos con el rostro de José de San Martín al que destacaré entre mis más preciados recuerdos.

Lo único que lamento es que la idea no se me ocurrió antes, ya que he dejado de resguardar a tantos otros en ocasiones igualitas a las que acabo de contar.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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