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Pasan los meses, y el tema sigue sin resolverse. Parece, incluso, más lejos de resolverse de lo que parecía estarlo dos meses atrás, a pesar de que los plazos se acortan: Argentina debe pagar al Fondo Monetario Internacional (FMI) casi US$ 4.000 millones entre la semana que viene y el 22 de marzo. La probabilidad de que no se puedan hacer los pagos no es desechable: quedan pocas reservas netas en el Banco Central.

Se empiezan a escuchar en voz baja a algunos voceros oficialistas que esbozan la intención de no pagar, con la excusa de que, con o sin acuerdo, no habrá flujo de capital alguno hacia Argentina. Entonces: ¿para qué usar reservas, asumir compromisos fiscales, cambiarios y monetarios, a cambio de nada?

Esta visión estática supone que el mayor efecto de no pagar será el de conservar reservas que deberían en otro caso destinarse a los pagos. Pero la realidad es otra. Si bien es cierto que el Estado Nacional no puede recaudar un céntimo de financiamiento externo, algunas provincias, el sector bancario y algunos negocios vinculados con la exportación, aún tienen acceso a líneas comerciales o de organismos multilaterales.

La provincia de Entre Ríos, por ejemplo, tiene líneas abiertas con el BID, el Banco Mundial, el Eximbank de Japón y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola de las Naciones Unidas. Entrar en default con el FMI trabaría casi todas estas líneas. De ahí que las cámaras empresarias se hayan manifestado públicamente respecto de la necesidad de acordar. Sorprende que no lo hayan hecho los gobernadores, pues esas líneas externas deberían ser de su mayor interés. Financiar obras importantes no será fácil con pesos. Acordar es importante para evitar el default y así evitar que se corten los pocos hilos que nos unen con el exterior.

Pero casi tan importante como acordar lo es lograr un buen acuerdo. No uno que sirva para la política, o se acomode al discurso que la política quiere transmitir, sino uno que sirva a la economía y a los argentinos. Un acuerdo que permita romper con el círculo vicioso del déficit fiscal financiado con emisión, inflación y pobreza crecientes. Quizás la política podría justificar un buen acuerdo haciéndose víctima y usando al FMI como chivo expiatorio para hacer lo que se necesita. Podría ser doloroso en el corto plazo (¡como si esta lenta agonía no lo fuera!), pero podría servir para empezar a romper con el mito de que se puede vivir sin trabajar, ahorrar sin austeridad y progresar sin esfuerzo.

¡Qué difícil se hace creer que éste será el camino elegido! Parece más probable que un acuerdo apenas evite el mal mayor –el default-, sin atacar nuestros problemas estructurales. La propuesta argentina al FMI contempla un ajuste muy gradual del déficit fiscal, y muy concentrado en el futuro. Esa propuesta sólo puede subsistir si hay más emisión y más inflación. Demandará una devaluación acelerada del peso, oficial y paralelo. Y tendrá como corolario más estancamiento y más pobreza.

Mientras el Presidente, el gobernador Kicillof y el ministro Guzmán comienzan a esbozar una peligrosa epopeya, en la que ganamos por no pagar (eso de ganar cuando perdemos se va haciendo un hábito), la carta de la Vicepresidente pareció traer un dejo de sensatez a la mesa. Pese a los vituperios, las verdades a medias, las falsedades completas y los espejismos que sólo ella se observa, transpira la idea del enojo por “el sapo que nos tenemos que tragar”. Al parecer, la Vicepresidente entiende que sin acuerdo no sólo no hay futuro económico, sino que podría no haber futuro político.

Es posible que en las próximas semanas las preguntas migren desde la dicotomía acuerdo sí - acuerdo no a las elucubraciones respecto de la forma del acuerdo. Como se dijo, evitar el mal mayor es importante. Pero de ahí a un buen acuerdo queda todo un mar por cruzar, y un montón de problemas que podrían o no ser encarados. Los acólitos vicepresidenciales no parecen tener lo que hace falta para hacer que su líder cambie de opinión. Lo más probable parece ser que apenas podamos aspirar a prolongar la agonía económica y social. ¿Podrá la epopeya discursiva derivar en un mejor resultado político?

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