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Mirando las cosas desde el piso

En mi caso, hacerlo así, en lo que a esta serie de notas respecta, se trata de un cambio de perspectiva. Lo corriente es que intente mirar las cosas no desde arriba, algo que suena a soberbia, sino desde una perspectiva distante y abarcadora. En la ocasión, procuraré, en cambio, mirar las cosas desde el piso, que es la mejor manera de hacerlo con ciertas realidades de nuestro entorno.

Por Rocinante
Un relato de viejos
Debo aquí comenzar por advertir, que no estoy de acuerdo en excluir de la sociedad a las personas de edad avanzada, entiéndase por esto lo que se quiera, porque de cualquier manera al utilizar la palabra viejo se pretende excluir de su aplicación a los seres humanos, rechazando esa posibilidad, mitad en serio y mitad en broma, con la advertencia de que viejos son los trapos.

Ya que es indudable que viejo y anciano, son sinónimos, aunque utilizar esta última palabra para referirse a ellos exprese una respetuosa distancia, de acuerdo al ignorado sentido sobre su origen que alude a los de antes.

Algo distinto es la mención de ellos como abuelos, una forma incorrecta de hacerlo ya que así se mezclan, en diversas dosis, lo afectuoso con lo peyorativo.

El relato de viejos a que aludo tiene que ver con la angustiada obsesión que he visto trasuntar en las palabras de dos personas unidas en matrimonio, de avanzada edad, con las que dan a entender, de una manera apenas velada, el temor de que sus hijos decidan sacarlos de su casa en la que viven solos y hoy por hoy se bastan a sí mismos, con lo que se quiere decir que se manejan bien ya que están sanos y lúcidos. Sacarlos de su casa, repito, para enviarlo a un hogar de ancianos o un geriátrico como ahora se los llama, aunque con esa nueva manera de nominarlos no se puede borrar el recuerdo de lo que antes se conocía como hospicio o asilo.

Una angustia que se vuelve aun mayor, cuando en su relato hacen referencia a que saben de experiencias de otros matrimonios, conformados por personas de edad parecida a las suyas, que al ser sacados de sus casas y llevados a su nuevo lugar de residencia, se los ubica en dormitorios separados. Circunstancia que da pie al comentario de que saben que, en una ocasión al menos, se cayó al suelo un marido alejado así de su mujer, a la que trató de ir a ver en medio de la noche, caminando por un pasillo menos que semi-oscuro, preocupado por no haberla visto bien, en el momento de la cena.
Las cuestiones que ese relato lleva a dilucidar
Debo a esta altura, comenzar por dejar en claro que lejos estoy de pretender utilizar ese relato para efectuar juicio crítico alguno acerca de la decisión de quienes revisten la condición de hijos, de ubicar a sus padres en un alojamiento como los indicados, dado que si siempre las generalizaciones son malas, lo son más en este tipo de situaciones, en las que antes de anticipar un juicio, lo correcto es examinar con detenimiento caso por caso.

Al mismo tiempo que señalar que cualquier yerro que incurra de aquí en más es consecuencia de que por mi edad, debo admitir con un poco de vergüenza, no presto a situaciones de este tipo la atención que merecen.

Dado lo cual, mis argumentaciones son en gran medida fruto de conocimientos no siempre bien hilvanados, de noticias recogidas aquí y allá, y no siempre del todo precisas.

La primera cuestión que dejo planteada es quién tiene competencia para adoptar una decisión en estas situaciones. Un interrogante que suena a razonable en circunstancias en que, atento al contenido de normas legales en la materia, resulta harto engorrosa y problemática la institucionalización (creo que ese es el término alambicado utilizado para hacer referencia a ese procedimiento) de personas incapaces, es decir de su internación en establecimientos especializados y legalmente habilitados.

De lo que se trata entonces es de dejar en claro si los viejos van o son llevados al lugar en que se supone van a permanecer hasta el final de sus días. Porque existen diferencias no siempre apreciadas en el tipo de traslado. Ya que una cosas es ir (lo que significa hacerlo por propia decisión) y otra diferente es el ser llevado (donde nos encontramos ante un traslado inconsulto).

De donde de lo que se trata es que existan pautas de manera que el traslado no signifique estar en presencia del acto de depositar a alguien en un lugar determinado. Porque actuar de esa manera no viene a querer decir otra cosa que el ingreso, de las personas en esa situación, a lo que sería una preparación anticipada del purgatorio subsiguiente. Y en el caso de que no existan normas al respecto, que se las implemente y en ambos casos se las haga cumplir.

La segunda cuestión a considerar tiene que ver con el régimen que los establecimientos afectados a este tipo de internación deben acatar. Se deben extremar las exigencias para la habilitación de este tipo de establecimientos, y llevarse a cabo un control adecuado para asegurar el cumplimiento de las mismas.

No es cuestión de entrar en detalles, pero el evitar el hacinamiento; el suministro de una atención de salud adecuada para los internos, y hasta situaciones como la de evitar que compartan espacios personas sanas con otras enfermas, especialmente enfermas mentales (la presencia de diversos tipos de demencia es frecuente en personas de edad avanzada).

A ello debe agregarse otra circunstancia, que lleva a la asociación de este tipo de establecimientos a depósitos de viejos. Es que no en otra cosa hace pensar a cualquier persona que en forma ocasional visita este tipo de establecimientos, y que por lo general es más notorio en el caso de los hombres que en el de las mujeres, dicho de esa manera dado que no es cuestión de entrar en consideraciones de género más afinadas.

Es frecuente encontrarse en estos casos con viejos o viejas, cuando no viejos y viejas, sentados en asientos ubicados en torno de un salón, con un aparato de televisión colocado en una pared casi a la altura del techo, funcionando pero que casi nadie de los allí presentes mira. Todos ellos con rostros de un ensimismamiento que tiene más de letargo que la expresión de quien duerme. Se asiste así a una consumación sin consumar. A una espera que no es tal, porque no se hace presente representación alguna de un futuro al que esperar.

Quizás aquí se encuentre el mayor de los problemas que se enfrenta en esta forma de vida. Una situación a la que no se presta la atención debida, ya que está ausente toda esa gama de recursos disponibles pero que no se utilizan, con el objeto de motivar a los que allí se encuentran, para que se pueda salir de ese estado de vivir que no es la vida.
Casos de vida en condición de descarte
Se ha dado así un giro completo a la situación de los viejos (los que en su momento eran conocidos como gerontes o reverenciados como Ancianos) precisamente en los tiempos de antes, que no son precisamente a los de ahora.

Tiempos actuales en los que se da la paradoja de que los chicos tanto se empeñan en crecer que ya se los ve como viejos en su veintena, mientras se ve el muchas veces lastimoso espectáculo de viejos tratando de mostrarse como jóvenes.

En este mundo consumista y del descarte, no resulta insólito que parezca ignorarse que si se cuenta con las condiciones adecuadas los seres humanos pueden seguir creciendo hasta el día mismo de la muerte. Sin embargo empapados de una cultura del deseche, no resultaría extraño que llegara el día que se diera un paso más, teniendo por cierto que es dable, recomendable y hasta necesario, establecer un límite máximo a la vida humana, y hacerse cargo de esa la decisión final.

Al fin y al cabo, se podría argüir que si el ser humano no es una persona hasta los catorce días de haber sido concebido, por qué no, consecuente con esa forma de pensar, concluir, teniendo por cierto que también es cuestión de una ley, fijando el término máximo de la duración de la vida humana, y considerar sino como inexistente al menos como prescindibles a quienes llegan a ese término prefijado de edad.

Algo que no ocurrirá seguramente ni mañana, ni en el futuro inmediato. Pero que resulta coherente con la hoja de ruta que pareciera que nos hemos trazado, y que de una manera no del todo consciente parte de la cada vez más generalizada actitud de banalización de el morir y de la muerte.

Todo lo cual es consecuencia en el momento mismo en que, por una parte, declamamos como nunca antes nuestro reconocimiento a la dignidad de la persona humana, y por otra parecemos habernos desentendido de la dimensión sagrada que la vida tiene. Antes y después de sus dos pasajes o pascuas cuales son las del nacimiento y de la muerte.

Una realidad que nos habla de la férrea interrelación que existe entre una falsa eutanasia y el aborto, tema tan meneado este último y sobre el que me quedan algunas cosas que acotar, que será el tema de otra nota.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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