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Las caras del último acto conjunto
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Las caras del último acto conjunto
Tiempos de cólera

Son infinitos los calificativos que pueden aplicarse a estos tiempos horrendos en que vivimos. Que me llevan a recordar a una frase repetida de manera esporádica (mejor dicho, siempre que la oportunidad lo justificaba) por mi tatarabuelo y que se ha conservado hasta el presente en el tesoro de los recuerdos familiares (de allí que no sé si alguien más entre de mis parientes, todos afectos a escribir y escribirse, no lo ha utilizado en alguna oportunidad), con la que venía a afirmar que a fines del siglo XIX y principios del XX el mundo era feliz.

Por Rocinante

Una frase que, para no sea considerada un disparate, o cuando menos una gansada, merece una explicación que la muestre como razonable. Así, es de observar primero que mi abuelo por partida triple no decía que todo el mundo era feliz, porque entre quienes entonces lo habitaban, como siempre, en cuanto a su modo de ver cómo la vida los trataba, había de todo, tal como lo advierte aquel dicho que habla de la viña del Señor.

Pero dejando de lados esas diferencias con las que nos premia o castiga la vida, lo que con esa frase se quería significar, no era que “todo el mundo” fuera feliz, sino que así había que considerar al mundo, en cuya atmósfera de época se hacía presente que, en contradicción con epítetos clásicos que colocaban la edad de oro en el pasado, se tenía por seguro que el futuro, al cual se auguraba, iba a ser mejor.

Eran los tiempos en que lo que cabría denominar la “ideología del progreso” se traducía en la fe en un futuro venturoso, en el cual cada generación iba a estar en condiciones de vivir mejor que la anterior.

Demás está decir que nuestra sensación respecto al futuro, en función de nuestro presente, es lamentablemente otra, y ello ha llevado a que se estime en muchas oportunidades, que lo que los antropólogos culturales denominan “el proceso civilizatorio” ha entrado en crisis, aunque se ignora tanto la dirección de la misma como el rumbo que la humanidad tomará después.
El lugar de las buenas maneras en el proceso civilizatorio
Si nos atenemos a la etimología de la palabra civilización, nos encontramos que ella tiene origen, en la palabra latina cives, cuyo significado es ciudad; y entre cuyos derivados se encuentran términos familiares como civil y cívico. Mientras que el término equivalente para designar a las ciudades de la antigüedad griega era la palabra polis, de la que derivan palabras como política y policía.

La centralidad del concepto de ciudad, viene a explicar que al menos una de las perspectivas desde la cual se debe abordar a “la civilización”, tiene que ver con los usos y costumbres que resultan más adecuados para que los seres humanos que vivan en condiciones de proximidad estrecha de una manera permanente, puedan hacerlo evitando con su comportamiento en el grado mayor posible las fricciones ( la enumeración de sus diversos tipos, da para todos los gustos y disgustos) que necesariamente se hace presente en una convivencia de las característica apuntadas.
La pérdida de las buenas maneras y del buen trato
Con lo dicho se hace presente la necesaria referencia a las normas de urbanidad (o sea, las que reglan la mejor forma de comportarse en una urbe o ciudad) y que hubo una época en que los padres se cuidaban de inculcar a sus hijos y ocupaban un lugar en la educación (no la mera enseñanza) que se impartía en las escuelas.

Ese esquema normativo y los comportamientos que son su consecuencia en un momento dado comenzaron a resquebrajarse, de donde se asistió a una pérdida de la compostura, o sea, una importante descomposición en ese ámbito.

Las causas de esa disrupción son múltiples y no en todos los casos malintencionadas o incluso, negativas. Es que hacer sobresalir la franqueza sobre lo que no siempre aunque a veces no era sino una hipocresía, y el volver más amigable el trato, aproximándose más al otro, haciendo desaparecer esa distancia que aparenta ser una muestra de respeto sin serlo, no son factores de la nueva situación.

A lo que se añade la adopción de groserías que formaban una parte hasta cierto punto de un código exclusivo de los más jóvenes, que fue adoptado por las personas de mayor edad, con la suposición equivocada de que esa es una manera de detener el paso de los años, o la de mostrar empatía con los menores. A ello se sumó que en los medios audiovisuales de consumo masivo se han tornado ausentes muchas veces formas de interactuar a las que se debe considerar apropiadas por lo correcta.

De cualquier modo, un lugar no despreciable en ese cambio lo encontramos en el comportamiento conocido de los barras bravas. El que se ha constituido en un fenómeno cultural cuyas consecuencias y efectos lamentablemente no se los ha estudiado en profundidad, y que vemos incorporarse en dosis cada vez mayores en otros sectores de la sociedad, de una manera cuyo peligro resulta difícil de calibrar. Se asiste así a un ejercicio habitual del descontrol verbal, el cual puede en algún momento llegar a convertirse en algo más grave, cual es la violencia física. Lo que lleva a que se den situaciones que guardan una ligera vinculación con lo que en un momento se entendió “perder los estribos”, y que ahora ésa pérdida se ve acompañada con la ausencia cada vez mayor de ellos.
La evaluación de los tratos a los que nos tiene acostumbrados nuestra vicepresidente
No se puede calificar a la mayoría de sus improntus orales o escritos, con los que se apostrofa a una persona o se lo hace de una manera generalizada, como malos tratos; o sea, muestras de mala educación, rayanas en la grosería. Los que se ven agravados por su posición en la sociedad, que trasciende al cargo público que ocupa, y que de esa manera se convierte en una demostración de ejemplaridad negativa, es decir de formas de ilustrar lo que no debe hacerse.

Es así como en tantos que no son seguidores suyos, no pudo dejar de provocar una piadosa empatía su estampa con la figura gacha, en lo que era una muestra de desolación, durante su presentación junto al Presidente de la Nación, una vez conocidos los resultados de la primera vuelta; la última vez que se los vio juntos en público, es de su parte una prueba de lo contrario.

No solo por haber ingresado al escenario antes que lo hiciera el presidente, que la seguía de atrás, sino por la inalterada expresión gestual con la que lo observó durante toda su exposición. Un rostro impávido y hasta de enojo reprimido, de aquellos que se los designa como caras de piedra o caras de palo, o caras de ajo, o con otras objetivaciones peores.

Igual reproche merece su referencia a la principal oposición, metiéndolos a todos en una misma bolsa, al calificarlos de republicanos de morondanga. Calificación que puede ser exacta en algún caso, como lo puede ser la aplicable a alguno de sus co/militantes.

Nos encontramos, en suma, ante un mal trato a los demás, que tiene la particularidad de ser, a la vez, un mal trato auto infringido, que viene a aparecer como un freno inapropiado a la convocatoria a la concordia entre todos los argentinos, que en los momentos actuales debería ser un clamor no solo generalizado, como lo es, sino que no sepa de auto exclusiones.
Fuente: El Entre Ríos

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