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Es algo en lo que hemos insistido infinidad de veces. Queriendo decir con ello que la mejor manera de hacerse de una impresión rápida de la calidad de la administración de una ciudad, es observar el estado de sus plazas.

O sea, plazas bien cuidadas significan administraciones activas y eficientes. Y plazas mal cuidadas, y por supuesto en estado de abandono, precisamente lo contrario. Y es precisamente esa verdadera regla de análisis, la que tuvimos en cuenta cuando al recorrer Colón como lo hacemos habitualmente, nos hemos detenido en atender, por sobre todo en un detalle, cual es el escaso número de bancos en los que sentarse con que ellas cuentan; situación que se repite en parques y paseos, con excepción de la mayor parte de la costanera y del murallón que, desde el sur tirando al oeste se extendía, y a la vez delimitaba, el puerto del que ahora solo queda el recuerdo.

Porque la idea que tenemos de una plaza se integra con la visión de chiquilines corriendo rientes por sus caminos interiores, e inclusive -algo que fuera frecuente en otras épocas- por grupos circulando en direcciones encontradas por su veredones exteriores en lo que se conocía como el dar “la vuelta del perroâ€, costumbre ahora sustituida, con evidentes desventajas, por el circular de automóviles por las calles centrales de la ciudad a un no siempre paciente paso de tortuga. Pero la idea de la plaza no solo se compone con esas actividades que significan movimiento, sino también con el calmo dejarse estar en un lugar umbroso con la mirada que se detiene alternativamente en la gente que pasa, con un observar vacío de verdadera curiosidad y sin intenciones, o en la copa de los árboles y en los canteros a los que se supone floridos y tapizados de un verde prolijo.

Claro está que esta última manera de “vivir las plazas†reclama -como debería ser obvio el pensarlo, entenderlo y atenderlo- la existencia en ellas de un número abundante de bancos en los que sentarse. Los archinombrados “bancos de la plazaâ€. Que en el caso de Colón mostraban dos versiones, circunstancia que cabría explicar por su distinta factura, aunque ambos eran igualmente de cómoda condición, aunque la duración de la comodidad no sea igual en los dos casos.

La situación actual es que los bancos de ambos tipos se han vuelto escasos, y entre los que todavía quedan hay algunos que por su estado de conservación resisten la posibilidad de cumplir con su objeto, sin perjuicio de que se los vea frecuentemente sacados de su lugar vaya a saber por quiénes y agrupados en ronda, circunstancia que a algún transeúnte que los ve así dispuestos ya llegado el día, le despierte la sospecha de una utilización malsana, en estos tiempos en que está válidamente la población obsesionada por la venta y consumo de “la droga†en sus diversas variantes y especies.

Más aún, uno de nuestros colaboradores, muy benevolente en nuestro criterio al efectuar la evaluación de los bancos “sanosâ€, ha realizado un informe, del cual es un hecho que tanto funcionarios como concejales se desinteresan de hacerlo y utilizarlo, del cual resulta que en la Plaza Washington?de un ?total de 10 bancos,?4 están rotos; en la Plaza Artigas hay 16 bancos, de los cuales 4 también están rotos; en Plaza San Martín hay 23 de los cuales uno está roto y gran cantidad de ellos desvencijados; en el expuerto son 20 bancos, cuyos tablones, en la mayoría de los casos, están flojos. Los que se salvan son los 14 de Playa Norte, los 21 de su camino costero y los 20 bancos de la Avenida Quirós, estos por una razón explicable cual es que su resistencia, inclusive al vandalismo, guardan una proporción inversa con su comodidad.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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