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La forma actual de encarar las cuestiones de género hace de la masculinidad casi una mala palabra

Por Guzmán Etcheberry

Asistimos a una época de grandes revoluciones culturales. Para quienes llevamos varias décadas a cuestas, algunas cosas se nos hacen difíciles de comprender. Compararlas con la forma que esas mismas cosas tenían hace relativamente poco tiempo es un ejercicio exigente. La constancia del cambio (valga el oxímoron) y la velocidad con que ocurre no nos deja percibir cómo fue que algunas cosas llegaron a su forma actual, tan diferente de la forma que esas mismas cosas tenían apenas unos años atrás.

Estas revoluciones culturales representan grandes avances en nuestra forma de relacionarnos con nuestras circunstancias. Un frente en que los avances, al menos discursivos, son claros es en la forma que tenemos de relacionarnos con el ambiente. Somos mucho más conscientes de los efectos de nuestras acciones generan sobre el planeta y los cambios hacia formas de producción más sustentables parece irreversible.

Pero el frente en que los avances son más claros es el de la diversidad de género. Es cierto que quienes denuncian la discriminación sienten una urgencia que la adaptación paulatina de la cultura no puede brindarles, pero está claro que algunos moldes con los que fuimos educados ya no definen la realidad tal cual es.

Con todo, debe entenderse que la velocidad de los cambios necesariamente genera en quienes fueron educados bajo parámetros diferentes un proceso de aprendizaje que no puede ser impuesto por la fuerza. Reconocer derechos que fueron negados durante siglos no puede ser un proceso que niegue el mismo derecho a quienes piensan diferente, pues eso también sería una forma de discriminación.

Los medios de comunicación fueron los mascarones de proa del proceso de exhibición de la diversidad. Los programas de educación sexual escolar buscan incorporarla desde la más temprana edad, como si los jóvenes necesitaran que les enseñaran algo que aprenden en la vida.

La cuestión es que la diversidad de género es un dato, pero se nos está yendo la mano con lo políticamente correcto. La identidad de género sólo parecería ser válida cuando se refiere a cualquier género que no sean los de varón y mujer. Hablar de los géneros masculino y femenino casi parece haberse convertido en una forma de discriminación – son el nuevo tabú.

En especial se ha devaluado, hasta ser casi una mala palabra, la noción de masculinidad (definición de la RAE: perteneciente o relativo al varón; varón: persona del sexo masculino).

Cuando éramos chicos, los héroes de ficción eran tipos rudos, conquistadores, temerarios. A mis ojos, mi padre era también así: un varón capaz de encarar los más quijotescos proyectos y defender sus ideas sin temores. Nada más alejado de ser un abusador o un violento. Apenas si era un varón que, como se decía antes, tenía los pantalones bien puestos.

Hoy, a los varones que se precian de ser varones, la vicepresidenta los llama machirulos, ocurrencia que festejan los medios. ¿A qué viene el desprecio por lo masculino? No es así como se generan jóvenes más tolerantes. De hecho, los jóvenes conviven con la diversidad sin prejuicios. El problema sería que, más que tolerantes, fueran jóvenes temerosos de ser varón o mujer. No debería importarnos si otra persona es gay, lesbiana, trans o del género que sea. Por lo mismo, no debería ser causa para avergonzarnos ser varón o mujer.

Lo políticamente correcto se ha salido de carril, creando jóvenes miedosos de ser y reafirmar lo que son; jóvenes (y adultos) manipulables a causa de su miedo a decir o hacer algo incorrecto cuando afirman su identidad. Quienes más alharaca hacen de su apertura a la diversidad muchas veces no la aceptan, valoran o festejan de manera natural, o muchas veces sólo aceptan la diversidad cuando es diversa.

Quizás el problema esté justamente en la corrección política. Hay muchas formas de convivir con la diversidad de género. Quizás la corrección política sea la más frágil, pues se asemeja más a una obligación social que a una convicción. La tolerancia, aunque mejor, también se queda corta: supone admitir sin comprender. El verdadero logro sería acceder a estados superiores de aceptación, valoración y hasta festejo de la diversidad como fuente de aprendizaje.

Tolerar, aceptar, valorar y festejar la diversidad no sólo aplica para las minorías, sino también para las categorías de masculino y femenino. Porque el menosprecio de la masculinidad también está haciendo perder lustre a la noción de hombría, y en especial la de hombría de bien (RAE: probidad, honradez), que tanta falta hace en nuestra tierra.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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