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Alan vive en uno de los incontables municipios desafortunados del "conurbano infinito". Tiene edad como para haber terminado la escuela secundaria... pero no es así. Alguno podrá fruncir el ceño y decir medio escandalizado: "¡Cómo puede ser!". Ocurre que la vida es especialmente dura para algunos. Una casita en la que apenas caben su madre, su actual figura paterna y los tres medios hermanos hace muy difícil todo. Y en tiempo de pandemia fue peor. Si algo lo conectaba a Alan con algo parecido al mundo "normal" era la escuela, la escuela presencial. Pero el año pasado se desconectó. No solo porque la conectividad para él y muchos de sus compañeros es una palabra inalcanzable (un celular con crédito para los seis de la casa), sino también porque en realidad una de las pocas cosas que no retomó a la normalidad en su barrio fue la escuela. Todo lo demás hace meses que funciona: las canchitas donde se juega al fútbol por plata, los negocios, las iglesias (muchas de ellas bancaron lo más duro de la pandemia dando alimentos y contención), los clubes, los bares, algunas changas para Gustavo (el adulto que hace de padre de Alan) y la calle. La calle hace rato que se autodeclaró libre de ASPO, DISPO o lo que sea.

La escuela era lo único que más o menos ordenaba la vida de Alan. La última frontera frente al árido territorio de "la vagancia". Y es lo único que permanece cerrado. Antes al menos se levantaba temprano para ir a la escuela y de tanto en tanto hacía alguna tarea o dedicaba unos ratos a estudiar. Se había acostumbrado a eso. El año pasado le dejó otras costumbres: se levanta pasado el mediodía porque se acuesta pasada la madrugada... porque tiene poco y nada que hacer.

Hay quienes hipócritamente culpan a sus padres, que en medio de la pandemia han quedado peor que nunca porque el trabajo de empleada doméstica de ella, Karina, se esfumó porque sus patrones le dijeron que no podían pagarle si ella no iba a trabajar, y Gustavo (su pareja) ha tenido pocas changas en la construcción. No mucho más. Y lo que sí da plata en el barrio (lo sabe todo el mundo), es la venta de droga. Y eso sí que sigue a la orden del día, no hay cuarentena que valga, mientras la escuela solo ha sido una pantalla distante y, de vez en cuando, una bolsa de mercadería.

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Crédito: Javier Joaquín.
En los momentos de crisis quedan diáfanamente claras las opciones reales; no las enunciadas. Aquí ha quedado muy claro que desde las instancias dirigenciales se ha optado por consagrar la desigualdad y seguir empujando a los que están al margen más al margen aún. Esta realidad está a la vista, solo hay que querer verla. Por eso llama mucho la atención que se siga discutiendo sobre si se vuelve a la escuela de manera presencial o no. Ya deberíamos haber aprendido.

El año pasado dejó a la luz más claramente que nunca la verdadera grieta de injusticia e inequidad de nuestra sociedad. Una grieta que no es ideológica (ese es un entretenimiento perverso del que podremos hablar en otra ocasión) sino existencial: los Alan de las periferias han quedado del lado de los que "no". Es decir, del lado de los que no han tenido algo siquiera aproximado a la contención social. Solo han recibido alimentos. Pero luego a nivel educativo se han quedado más atrás que antes, porque quienes sí han podido acceder a conectividad por recursos y accesibilidad de dispositivos algo han aprendido (no demasiado tampoco), pero mucho más ciertamente que Alan. Pero además quienes tienen más recursos han podido tener otras alternativas para pasar la cuarentena. Para la gran mayoría de las familias de clases populares el gran ordenador de la vida familiar es la escuela. La escuela presencial. Cuando eso ha caído es mucho lo que se ha perdido. No solo contenidos (que también son muy importantes).

Ahora bien, ¿qué le vamos a ofrecer este año a Alan? ¿Otra vez le vamos a decir "quedate en casa" y vamos a dar vuelta la cabeza para no ver que no hay igualdad de oportunidades, que no hay mucho que hacer en casa si no hay escuela y que lo que queda es, ya se sabe, la calle y sus nefastas "enseñanzas"?

Es verdad que tiene su riesgo la presencialidad. Ahora bien, ya probamos con la "ausencialidad" y los resultados son muy lamentables. ¿Si al menos para empezar probamos algo que sea beneficioso para los chicos en vez de pensar en los intereses políticos, gremiales, sectoriales e ideológicos oportunistas?

No sé si Alan volverá a la escuela, pero seguro podremos ayudar a que otros no deserten.

Por Rafael Velasco, para La Nación

Superior provincial de los jesuitas de la Argentina y Uruguay

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