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La verdad es que todos estuvimos prendidos con eso del G20. Como si se tratara de un acontecimiento tan importante, como la entrega de los Oscars en Hollywood, la del anuncio de los Martin Fierro en Buenos Aires o de la elección de la reina de belleza en el Festival del Espinillo en el Paraje La Calandria, ubicado en el Federal profundo de la parte más olvidada de Entre Ríos.

Escuché decir que los dictadores, para llegar a serlo, tienen para empezar por ser “grandes animales”. No me consta que así sea. Pero de lo que estoy convencido es que para ser un político exitoso, y hasta llegar incluso a presidente, se necesita ser un gran actor.

Algo que se confirma con el hecho que nuestra Cristina, y digo nuestra porque es el ejemplo superlativo de lo que somos, ella que en reencarnaciones sucesivas y después de haber sido, entre otras cosas, una arquitecta egipcia maravillosa, para llegar a ser entre otras tantas presidenta, tuvo que empezar por ser una gran actriz.

Y aquí pienso qué suerte tuvo de no haber sido nada más que una arquitecta egipcia, porque de haber sido ella entonces Cleopatra, como según también he escuchado, de tanto reencarnarse se llega al tope y lo bajan al sótano para empezar de nuevo, hasta llegar donde llegó.

Fue ya siendo presidenta cuando se dio cuenta que no le bastaba con haber sido en esta vida una abogada exitosa y como presidenta una gran actriz. Ya que para asumir el papel de líder indiscutible de la auténtica argentinidad no tenía más remedio que tomar lecciones de actuación teatral.

Es por eso que tuvo la mala pata de contratar, la pobre, como profesora a Andrea del Boca, que en la pantalla chica no hizo otra cosa que llorar, maltratar y maltratarse, y que en la vida real tenía la mano rápida y terminó quedándose, aprovechando de sus lecciones a la señora de El Calafate, con plata de todos. Que la teníamos, en que no sé qué organismo del gobierno, el que se le había dado para hacer una novela que al final quedó en proyecto. Aunque Cristina nada sabía, y la otra se hizo la distraída con los fajos de billetes que embolsara.

Pero vuelvo a los actores de la cumbre (¿por qué hablar de cumbres, me pregunto, si el lugar donde muchos de ellos se sentirían como en casa, para muchos se me ocurre es el infierno?).

Lo encontré a Trump mucho mejor. Diría que hasta simpático, por prometernos bolsos con millonadas de dólares, en contraste con otros bien nuestros que se los llevaban afuera -aunque eran otros bolsos-, pero que de cualquier manera eran bolsos llenos de euros. Me pareció que hasta había perdido un poquitín esa pose de chiquilín constantemente con berrinches. Si hasta ese peinado en cuatro etapas con el que se desluce, parecía mejor…

Algo que me divirtió de tal forma, que todavía me sigo riendo cuando me acuerdo, es haberlo visto a Putin y a ese príncipe saudí cuyo nombre soy incapaz de aprender, viéndolos al encontrarse cacheteándose una de las manos, como hacen los chicos de ahora y por lo visto los viejos compinches, por la simpática afinidad que producen sus parecidas técnicas de deshacerse de sus malqueridos.

Quedé del todo encantado con Macron. Será por esa mezcla rara de saboyano, valesano y piamontés que fluye por mis venas y que hace que esté convencido que Valais y Piamonte deberían ser parte de Francia. O porque supe que cuando llegó a Buenos Aires en avión desde Paris, se encontró con que nadie lo estaba esperando. Ni siquiera un remís. Y solo vio a un obscuro (lo de obscuro es porque era noche) señalero, que no sé bien qué hacía en ese lugar, al que le acercó la mano mientras el operario preguntaba en español, “¿usted quién es?”, y que casi lo toma a la chacota cuando le dijo que era el presidente de Francia.

Lo que no me explico es que nadie nunca le advirtió a la vicepresidenta, Michetti, que tenía que cuidarse de contagiarse de esas manías de Cristina, de llegar a todos los lugares siempre tarde y dejar esperando a presidentes y reyes, no sé si por ser un poco despistada, o por hacerles ver quién era quién tenía las riendas. Los argentinos somos así… qué le vamos a hacer.

La pregunta del millón es si tendremos remedio, o seguiremos empeñaos en ser cada vez peores.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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