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Pensándolo bien, y partiendo de la presunción muy benevolente y por eso precisamente no del todo exacta, de que a las calzadas de las calles se las ve, aún más lisas y limpias que la mejor cancha de bochas y que la iluminación nocturna es de tal calidad que convierte a la noche en día, se puede llegar a considerar que poco faltaría para que la planta urbana de una ciudad como Colón -algo que es fácilmente extensible a todos los poblados entrerrianos- produciría una buena impresión al que llega de afuera y que la satisfacción que sentirían quienes viven en ella fuera la de quien no puede esperar ya más.

Descontamos la alusión al frente de casas y locales comerciales, dado que por un positivo sentimiento de emulación, resulta notorio que existe en sus propietarios y ocupantes, a ojos vista el esfuerzo generalizado para mostrarlos con un decoro que no se puede menos que destacar.

Y como del arbolado urbano nos hemos ocupado tantas veces que se ha convertido casi en una muletilla -aunque no está de más recordar que se nos viene encima el momento de plantar-, solo nos restaría la referencia a veredas y cordones cunetas.

En lo que hace a estos últimos, debe reconocerse el hecho que -de una manera en apariencia caótica, para las que suponemos existirán razones que no alcanzamos a comprender- se ha avanzado mucho en un accionar que sería injusto desmerecer, recordando que la actual administración lleva casi ocho años gestionando la ciudad.

Es preciso que nos ocupemos entonces de un tema que se las trae y que es sufrido sobre todo por las personas de edad. Es que se da con las veredas una situación que se puede explicar en pocas palabras: existen amplios sectores de la planta urbana donde su existencia brilla por su ausencia, y en el resto el problema es el estado del que dan cuenta. Sabemos del caso de vecinos -los que debemos lamentar que no sean pocos- que con calma resignación cuentan con una suerte de “planos mentales” para sus recorridos habituales, de manera de ir esquivando las veredas de estado más deplorable y por ende peligroso.

En realidad, dada nuestra formación, que no tiene ninguna relación con técnicas constructivas, solo deberíamos circunscribirnos a hacer más notorio el problema, o a insistir -como también es nuestro caso- en su existencia.

Pero aventurándonos a procurar superar esa limitación, nos atrevemos a apuntar pocas cosas. Que se hace presente una tendencia en muchas partes del mundo que a la hora de construirlas, se deja de lado la utilización tradicional y más vistosa de las baldosas, para reemplazarlas por lo que podríamos denominar un “hormigón pobre”, con un toque final que lo vuelva antideslizante.

Algo importante, porque muchas de las pocas veredas impecables observables no dan cuenta de esa característica, y se transforman en peligrosas trampas, sobre todos los días de lluvia.

A lo que debería agregase que en determinados sectores -en lo que ello resulte lo más adecuado por razones diversas- el tramo cementado de la vereda podría ser reducido al de una senda peatonal, sin que ello signifique que el frentista se desentienda de la necesidad de mantener prolijo el resto.

Y de paso, cañazo. O dicho de una manera más ceremoniosa, la ocasión se vuelve propicia para insistir en una sugerencia efectuada tiempo atrás sobre la utilidad que tendría la construcción de una senda peatonal, que desde la calle Combatientes de Malvinas llegue hasta el puente peatonal anexo al que existe para la circulación vehicular sobre el arroyo Artalaz. Es que no deja de ser otra cosa curiosa, de las tantas a las que estamos acostumbrados, el que sobre el puente exista una senda peatonal bien demarcada a la que se deba acceder por una senda mal trazada y peor consolidada -ya que sabe de barro, charcos y tropezones-, todo ello resultado de las miles de marcas sucesivas que han dejado los pies de los que por ella transitan.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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