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Un día cualquiera, una acción intrascendente, de esas que no llaman la atención, se convierte en el último rastro que una mujer deja sobre la faz de la Tierra. Susana Sola (14 años) volvía de la casa de su hermana, en Gualeguaychú. Erika del Valle (24) había salido a hacer compras en San Miguel de Tucumán. Diana Colman (25) le avisó a su familia que saldría con su exnovio por Guernica. Maira Benítez (17) fue a bailar a Villa Ángela, Chaco. Telma Ponce (72) salió de su quinta en Moreno para llevarle paltas a un vecino.

Es lo último que se sabe de ellas, cuenta un informe especial publicado este miércoles por el diario La Nación, que menciona a tres entrerrianas: Fernanda Aguirre (18 años desaparecida), Norma Margarita Gallego de Gill (21 años desaparecida) y Blanca Susana Sola (32 años desaparecida).

Esos momentos se convirtieron en pistas para tratar de entender qué les pasó o qué les hicieron. Descifrarlos rápido suele marcar la diferencia entre encontrarlas o buscarlas durante tantos años que, en lugar de personas perdidas, hablemos de desaparecidas. “Desaparecer es peor que morir”, asegura Héctor, el hijo de Irene Tevez, que desapareció hace cuatro años en Berazategui, 11 días antes de cumplir 76. Creen que fue a comprar y se desorientó. Héctor empieza a pensar que el dolor de no saber si come y duerme bajo un techo es mayor que el que sentiría si confirmara que murió.

Una pesadilla recurrente es que una mujer, una adolescente o una niña salga y no regrese.

Es el miedo a ser secuestrada y convertida en una esclava sexual (Marita Verón, desaparecida en Tucumán en 2002); a salir de viaje sola y no llegar a destino (María Cash, desaparecida en Salta en 2011) o a que el momento en que se pierde de vista a una hija sea aprovechado por alguien para secuestrarla (Sofía Herrera, desaparecida en 2008). El 14 de junio de 2021 se sumó otro caso que recrea una pesadilla: Guadalupe Lucero, una nena de 5 años desapareció mientras jugaba en la puerta de su casa de la capital de San Luis.

Hay algo que agrava el problema: nadie sabe exactamente cuántas mujeres faltan en sus cumpleaños, en Navidad, en los actos escolares de sus hijos. Ni siquiera el Sistema Federal de Búsqueda de Personas Desaparecidas y Extraviadas (Sifebu), que lleva un registro nacional de desapariciones. La Nación intentó entrevistar a quienes lideran el Sifebu, pero el organismo del Ministerio de Seguridad de la Nación prefirió no hacer declaraciones.

Ante un pedido de acceso a la información, el Sifebu detalló que en el país hay 21.821 personas desaparecidas. Pero ese dato no es fidedigno. El mismo organismo reconoce que los juzgados y comisarías no bajan del sistema las búsquedas de miles de personas que ya aparecieron. Por eso, funcionarios, especialistas y referentes de la sociedad civil sobre el tema trabajan con una cifra estimativa: en la Argentina hay 10 mil personas perdidas o desaparecidas. Y de ese total, poco más del 50% son mujeres: unas 5 mil.

Esa falta de precisión anticipa que la manera en que se busca a una persona en el país está plagada de fallas: desde comisarías que se niegan a tomar la denuncia hasta fiscales que subestiman las hipótesis graves o jueces que no cruzan información con las morgues. El sistema es ineficiente tanto para hombres como para mujeres. Pero si la persona que falta es una mujer o del colectivo LGBTIQ+, la incapacidad agrava un problema latente: la demora en evaluar la posibilidad del secuestro para explotación sexual o el femicidio. Además, a la mayoría de las investigaciones les falta perspectiva de género y les sobran prejuicios: “debe estar con algún novio” o “a esa edad no la van a agarrar para abusarla” , sueltan muchas veces quienes deben encontrarlas.

Qué les hicieron o qué les pasó Era una tarde de otoño en La Rioja capital. Beatriz Yacante tomaba mate en lo de una amiga, a cuatro casas de la suya. Una acelerada de un auto la asustó. No dudó en volver para ver si sus hijos estaban bien. Espantada, descubrió que faltaba Ramona, de 13 años. “Se la llevaron”, gritó con una seguridad que sostiene hasta hoy. Corrió hacia la comisaría, pero chocó con la respuesta de que debía esperar 48 horas para hacer la denuncia. Era el 26 de abril de 2005. Hace 17 años ese mito estaba más extendido. Esos dos días de ventaja ayuda­ ron a borrar cualquier pista y ahora la investigación está casi en blanco. Para la familia, a Ramona la secuestraron para explotarla sexualmente.

A partir de la desaparición de Marita Verón, en 2002, se instaló en el imaginario la idea de que toda ausencia de una mujer podía estar relacionada con el delito de trata. En gran medida gracias a la lucha de su madre, Susana Trimarco, hoy son 10 las personas condena­ das a entre 10 y 22 años de cárcel por el secuestro y desaparición de la joven tucumana.

Pero lo que señalan organismos relacionados con esta temática es que el de las desapariciones es un problema multicausal.

Según la “Guía de actuación para la búsqueda de mujeres y LGBTI+ desaparecidas en con­ texto de violencias por motivos de género” , hecha por los ministerios de Seguridad; de Justicia y Derechos Humanos y de las Mujeres, Género y Diversidad, el 99% de los casos de desapariciones está relacionado con sustracciones de niños, niñas y adolescentes por parte de sus padres, ausencias voluntarias, conflictos familiares, consumo problemático de sustancias y problemas de salud mental.

Solo el 1% estarían relacionadas con delitos como trata o femicidio. Sin embargo, en aquellos casos en los que la desaparición se sostiene en el tiempo, crece la hipótesis de que la ausencia está relacionada a un delito.
“Una denuncia sin trascendencia”
Si la mayor parte de los casos no tienen la firma de redes delictivas a la manera de lo que ocurre en México, ¿por qué, entonces, no aparecen? Blanca Susana Sola, por ejemplo, lleva casi 33 años desaparecida. ¿Por qué nadie logra ubicarlas a pesar de la proliferación de dispositivos que permiten rastrearlas, como celulares, tarjetas SUBE o filmaciones? En gran medida, por las características de nuestro país y cómo se organiza: un territorio grande regido por un sistema federal en el que diferentes fuerzas investigan sin compartir información.

Además, funcionarios y especialistas reconocen que se investiga lento y mal. “En las comisarías y fiscalías de municipios calientes del Conurbano, una denuncia por averiguación de paradero es un tema menor al que no se le da trascendencia” , reconoce Alejandro Incháurregui, director del Registro de Personas Desaparecidas de la Provincia de Buenos Aires. Y todavía hoy hay comisarías que se niegan a tomar la denuncia enseguida. “Si en 48 o 72 horas no tenés testigos o una hipótesis clara de lo que sucedió, las chances de resolver el caso bajan considerablemente”, dice Celeste Perosino, antropóloga forense e integrante de la Colectiva de Intervención ante las Violencias, organización que revisa casos que llevan varios años sin ser resueltos.

Todas las fuentes consultadas para esta nota reconocen que es difícil hallar en comisarías y fiscalías expertos en desaparición de personas. Y aceptan que en la mayoría de los casos, después del impulso de los primeros meses, las causas se estancan.
Familiares dedicados a buscar
“Uno se termina convirtiendo en investigador del caso de su hija” , dice resignada Yamila Cialone, mamá de Guadalupe Lucero, y asegura que desde que su hija desapareció recibe mensajes con pistas. Las comparte con la Policía. Pero la falta de compromiso es clara: “Estoy peleando para que actualicen la foto que difunden de Guada. Usan una que no representa cómo era”, dice.

Guadalupe desapareció en 2021 y por ella se activó el Alerta Sofía, sistema que permite difundir un aviso con la cara del niño o adolescente perdido en celulares, medios, mails y redes sociales del país. Se llama Sofía en referencia a Sofía Herrera y la clave para su éxito es activarlo rápido. “Muchas veces se enciende tarde, como en el caso de Guadalupe, que pasó mucho tiempo (casi dos días)” , cuenta María Elena Delgado, mamá de Sofía Herrera, quien suma 14 años buscando a su hija.

Al cierre de esta edición, 101 casos de mujeres desaparecidas (entre 5000) eran difundidos, por orden judicial, con nombre y foto en el sitio argentina.gob.ar. Pero tras hablar con familiares y hacer consultas en juzgados y registros provinciales, La Nación pudo saber que en 22 de esos casos las personas aparecieron, abrieron perfiles en redes sociales o sus familiares saben dónde están: Sofía A. está con su papá; Sheila M. vive con su pareja, y Milagros C. visita a sus hijos, que están al cuidado de su papá.

Familiares de 60 de las mujeres que siguen desaparecidas hablaron y coincidieron en que perciben que no se hace lo suficiente para buscar a sus seres queridos, sienten que el Estado dejó de buscarlos o no lo hace bien y tienen la certeza de que la investigación depende de ellos. Los familiares exponen otra arbitrariedad. En menos de la mitad de los casos, el Estado ofrece recompensa para quien aporte información. Según explicó el Sifebu, son los jueces los que definen quiénes requieren de una recompensa y con qué monto. “En la desaparición de una persona pueden intervenir organismos locales, provinciales y nacionales. Pero no hay diálogo entre todos ellos”, analiza Natalia Federman, directora del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).

Por eso muchas veces el éxito de una búsqueda depende del tiempo y los recursos que pueda dedicarle una familia o del acceso a los medios de comunicación que tenga, lo que coloca en desigualdad a las familias más pobres.
La hipótesis del femicidio
La falta de perspectiva de género en las investigaciones genera un daño adicional a los familiares. A Héctor, el hijo de Irene, llegaron a decirle, que “con 75 años, a tu mamá no la van a hacer desaparecer para abusarla”. En diciembre, el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad armó una guía con recomendaciones. El documento reconoce que hay prácticas de las fuerzas que conspiran contra el hallazgo de las personas. Destaca que es común escuchar que hay que esperar 24 o 48 horas para hacer la denuncia y señala prejuicios, como responsabilizar a la víctima por su vestimenta, hábitos o amistades. El protocolo, además, recomienda que siempre hay que evaluar la hipótesis de femicidio. Un dato lo justifica: en el 10% de los femicidios la víctima estuvo desaparecida antes de que se confirmara su femicidio.

Este medio intentó hablar con funcionarios de los ministerios de Seguridad, Justicia y de las Mujeres sobre las políticas públicas para buscar a las mujeres desaparecidas, pero en todos los casos se negaron a conversar.
La relación con los cuerpos NN
A medida que pasan los años, muchas familias empiezan a darle espacio a la posibilidad de encontrar sin vida a la persona que buscan. Buscar personas no solo se trata de ir tras la pista de alguien que desaparece. También es identificar a quien aparece, vivo o muerto. A fines de 2020, el Sifebu contabilizaba 6822 registros de personas NN sin identificar, la mayoría sin vida.

Los datos que se generan cuando un cadáver sin identificación llega a una morgue se suelen recolectar en legajos físicos que nadie digitaliza. Por eso es poco probable que quienes buscan a una persona perdida puedan cotejar las características con la información sobre esos cuerpos NN. La historia de Salomé Valenzuela ejemplifica el daño que un mal procedimiento puede hacer. Había desaparecido en 2013, cerca de cumplir 13 años, y Alejandra, su madre, la buscó siete años, hasta que la Justicia le dijo que había sido enterrada como NN.

Otras familias dejaron, literalmente, la vida en esa tarea, como Federico, que murió en un choque en La Pampa. Su auto estaba lleno de folletos con la cara de su hija, María Cash. “Cuando desaparece un familiar, en mi caso mi mamá, poco de lo que uno tiene conserva su valor”, dice Claudia, hija de Aída, desaparecida en Posadas en 2014, y sigue: “Muchas veces me siento sola, sin más ayuda que la de mis hijos, buscando a una persona que estuvo para mí desde el primer día. A la mañana, cuando veo su mate y su guitarra, pregunto en voz alta, como esperando que alguien en algún lugar, pueda contestarme: ¿Dónde estás mamá?”
Fuente: La Nación -

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