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Es conocida nuestra posición respecto a Lula. Valoramos lo que cabe considerar una épica trayectoria vital, desde encontrarse con su familia entre los más pobres entre los pobres en el asolado noreste brasileño llegar a convertirse, no solo en presidente de su país, sino en un líder de dimensión mundial.

Inclusive que las cosas para él hayan terminado del modo en que lo han hecho, por cuanto aunque no se produzca ya su vuelta a la escena política, en la que seguirá presente a pesar de la condena, del encierro y una posible cosmética rehabilitación, el quiebre en su parábola ya se ha producido.

A lo largo de su vida, y como pocos, además de cosas malas hizo otras que fueron muy buenas, tanto para él como para sus compatriotas. No estamos en condiciones de efectuar un juicio de valor acerca del mérito de la condena, pero independientemente de ello, tenemos que volver sobre consideraciones nuestras anteriores. Consideraciones en las que señalábamos que, aunque él no se hubiera puesto ni una sola moneda perteneciente al tesoro estatal en el bolsillo, ni hubiera recibido ninguna de un contratista gubernamental, de cualquier manera lo que es casi irrefutable es la convicción de que no podía ignorar lo que a lo largo de sus dos presidencias ocurría a su alrededor.

En tanto resulta explicable, y hasta perdonable, su resistencia inicial a cumplir con la orden judicial emitida por el magistrado que lo había condenado, de presentarse voluntariamente ante la autoridad policial, como paso previo a ser encarcelado. No solo porque la autovictimización es, en situaciones como la suya la última línea de defensa, sino también porque con las palabras pronunciadas a lo largo de dos días, buscó la manera de enaltecer su imagen y mantener viva una situación a la que le daba aires de epopeya.

“Tuve chance de irme a Uruguay (pedir asilo político). Me decían que lo haga. Que fuera a la embajada de Bolivia, de Uruguay, de Rusia. Dije que esto no lo acepto. Voy a cumplir el mandato. No estoy escondido. Voy a presentarme en las barbas de ellos. Yo no me escondo”, fueron una de sus expresiones finales. Antes había dicho: “No soy un ladrón. Un ladrón no haría lo que hago yo. Soy el único ser humano imputado por un departamento que no es mío. Mintieron cuando dijeron que era mío. Soy un ciudadano indignado. Ninguno de los jueces duerme con la conciencia tranquila como yo”. Es por eso que remarcó: "Nunca les perdonaré que me hayan dejado como un ladrón", advirtió. "Yo tal vez esté viviendo el mayor momento de indignación que un ser humano haya podido vivir".

De cualquier manera, es preferible ver a Lula auto-victimizarse o indignarse, que asumir una deplorable condición de cuasi iluminado. Fue cuando dijo que “yo no soy un ser humano más. Yo soy una idea" y, redondeando el concepto, con reminiscencias de palabras de Eva Perón, afirmó que “mis ideas ya están en el aire y nadie las podrá encerrar. Ahora vosotros sois millones de lulas". Autoadjudicándose –en lo que consideraba su único delito- "el haber sido un constructor de sueños". Dado lo cual, resulta también explicable que en medio de la conmoción que vivía, se haya contradicho a sí mismo en el rol que asumiera de integrador social, al manifestar que "ellos no soportan que los pobres puedan comprar un coche, puedan ir a la universidad, puedan viajar en avión", para, en el mismo tono, afirmar que quienes “soñaban con la fotografía de Lula preso, van a tener un orgasmo múltiple”.

Luego de lo cual y después de repetir “la muerte de un combatiente no para la revolución", se hizo presente el verdadero Lula – y decimos el verdadero porque lo vemos como el mejor tanto para sí, como para sus compatriotas, como para todo el mundo: cuando dijo palabras que quedarán en la historia: “voy acatar el mandato".

“Voy a acatar el mandato. Es decir voy a cumplir con la orden del juez de entregarme e ir a prisión." Y es por eso, que todos, y no solo los brasileños, debemos darle las gracias. Ya que con esas palabras y sus acciones posteriores vino a darnos el ejemplo acerca de la importancia que tiene el cumplimiento de la ley, como forma de preservar al Estado de Derecho.

Es que como lo ha editorializado un diario europeo “en una democracia nadie está por encima de la ley. El cumplimiento de ésta y las resoluciones de sus tribunales no pueden convertirse en algo excepcional, sino que se inscriben en la normalidad democrática independientemente de quién sea afectado”.

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