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Provocaron mucho ruido días pasados, los reparos del presidente Alberto Fernández en el transcurso de una entrevista radial a dirigentes políticos a los que no mencionó directamente por sus nombres. Se trata de quienes criticaron las medidas restrictivas anunciadas para enfrentar a la segunda ola de la peste, y a las que por esa circunstancia calificó de de “imbéciles” y “miserables”.

“Ayer leía a un imbécil que me llamaba dictador, ¿cuál es la dictadura que estoy ejerciendo? ¿Cuidar a la gente, decirles que tengan cuidado? ¿Alguien piensa que el que gobierna un país gana haciendo política con la cantidad de contagiados? Hay que ser un imbécil profundo o una muy mala persona”, se lo escucho decir. Como también señalar que “¿ustedes piensan que yo quiero estar en un país donde la economía caiga, la pobreza crezca y el trabajo falte? Realmente hay que ser muy miserable para inducir a la gente a creer esas cosas”.

A esas palabras la interpretación corriente las considera como un penoso desplante presidencial, en el cual lo primero que se debe destacar es tanto el hecho que no se hace referencia precisa a una persona concreta y a una declaración del mismo tenor, sino que nos encontraríamos ante una serie de improperios lanzados “al voleo” contra todos los que cuestionan la manera en que el gobierno ha manejado la crisis sanitaria que se ha ido embraveciendo.

En tanto, quienes así interpretan las palabras presidenciales, a su vez advierten que se incurriría en un error, si se las cuestionase– ya que, más que un mensaje, estiman que parecen un furioso desahogo, aparente producto de quien explicablemente se siente sobrepasado por una crisis que no solo es sanitaria –algo que se hace necesario remarcar– por considerarlas como “políticamente incorrectas”. Ya que esta expresión que cada vez se la escucha repetir con más frecuencia, porque suena bien, aunque se sabe poco y nada de su significado, está referida a la manera como se valora un discurso con contenido lleno de substancia. El que en este caso no existiría, en la medida en que el hilvanar insultos, no la da substancia alguna a lo que se dice, y en consecuencia no resultarían suficientes para ver con ellas, conformado un auténtico discurso.

Aunque de cualquier manera, según la postura que estamos relacionando, no encontraríamos ante un mensaje en el que se haría evidente la existencia de una agresión directa aunque de destinatario indeterminado y por ende impreciso –de esos a los que se hace referencia con la expresión “al que le caiga el sayo que se lo ponga”– agresión que según algún estudioso del tema se traduciría en “el ofender, herir, humillar, denostar, denigrar, irritar, a la persona o grupos de ellas” de una manera específica pero indeterminada.

Y cabe preguntarse, si entre ese destinatario indeterminado e impreciso provocador de la reacción enojada presidencial no cabe incluir, aunque más no sea escondida en su inconsciente, a integrantes de la coalición que lo llevó a ocupar la presidencia.

Debemos, sin embargo, admitir que a pesar de su aparente consistencia, nos cuesta adherir a la tesis aludida que ve en nuestro presidente a una suerte de “insultante serial”. En primer lugar, por considerar que ello no aparece compatible con su trayectoria, en la que suponemos que –tal cual ahora sucede– hace un esfuerzo permanente para decir a quien lo escucha, las palabras que a ese interlocutor le gustaría escuchar.

Y a lo vez por cuanto por su largo transitar en el ámbito de la política, y su formación tanto profesional como docente, consideramos que no puede ignorar que la investidura que ejerce no le permite incurrir en este tipo de comportamientos, que implican una ausencia de toda cortesía, en un intercambio verbal indirecto con algunos de quienes son sus gobernados.

Algo que le impediría ir más allá del límite de formular en forma juguetona palabras que suenan como groseras, pero que el contexto en que se formulan son evidentemente hasta cariñosas. De la que es un caso ejemplar la respuesta que le dio el entonces presidente Alfonsín, a uno de los concurrentes a un acto público, que se llevaba a cabo en una localidad de una de nuestras provincias patagónica, cuando frente a su estentórea queja acerca de la difícil situación, que a estar a sus palabras vivía nuestra economía, sin dejar de que pasara un segundo le replicó: “por lo que veo, a vos no te va mal, gordito”.

De donde en este mundo nuestro en que los psiquiatras y psicólogos parecen señorear, creo que encontramos una explicación más decorosa a la penosa situación que nos ocupa, en la afirmación de un especialista quien ve en “la agresividad verbal un arma para la creación de identidad grupal” en medio de situaciones complejas.

Y algo de eso podría verse en el caso de Alberto Fernández, quien para señalar nada más que un aspecto de esa su compleja situación, se ve golpeado por una pregunta incansablemente repetida por muchos de quienes lo mal quieren, o así dan por lo menos la impresión de hacerlo, cual es la de “si él es realmente el presidente que tenemos”.

Interpretación la nuestra, que de ser cuando menos plausible, debería llevarnos, en medio de la situación de gravedad extrema en que nos ha tocado vivir, a actuar de un modo que refuerce su identidad funcional, de manera que sienta, aun el caso de cumplir con el deber ciudadano efectuarle reclamos o urgir rectificaciones a los errores cometidos, que lo consideramos como nuestro primer mandatario y que estamos dispuestos inclusive a rodearlo y defenderlo con nuestro apoyo crítico, en el que, en ningún caso puede verse una intención de dejarlo solo, con su actual identidad grupal desecha. Y esa determinación no debe ser solo la nuestra, sino de una gran mayoría, inclusive la de aquellos que parecen conspirar en su contra desde las propias entrañas del poder.

Es que debemos lograr la conjunción de esfuerzos para lograr que Alberto Fernández sea visto y lo sea, “el garante de nuestra institucionalidad”.

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