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Nos vamos a ocupar de una ordenanza municipal que acaba de aprobar, a los apurones, el Concejo Deliberante de Avellaneda, en una sesión sobre tablas y sin contar con el despacho previo de las comisiones competentes del cuerpo. En la misma, como ha quedado anticipado, de una manera eufemística al menos, se declara una guerra a los propietarios de los terrenos ociosos, a los que, cabe inferir, les cabría, sin excepciones, el calificativo de especuladores.

Debemos comenzar por señalar que en el análisis que sigue vamos a prescindir de efectuar toda evaluación de cualquier tipo sobre dicha normativa, a la que se pueda atribuir siquiera el mínimo tufillo ideológico.

Es decir que nos limitaremos a efectuar consideraciones circunscriptas al contenido del texto y los efectos de su conjetural aplicación posterior. Todo ello sin dejar de admitir que cabe considerar no sólo valioso y razonable, avanzar más allá de lo que es nuestro acotado propósito.

La explicación del acotamiento tan estricto del análisis, se explica por el hecho que participamos del estado de indigestión colectiva, el que nos tiene a mal traer - sin negar la existencia de otras causas- resultantes de estar predispuesta una proporción de nuestra dirigencia, ante toda cuestión en la que se haga presente, aunque no sea si no remotamente vinculada con el interés público, se aferra como garrapatas a aquélla, dándoles un trato similar a quien prepara una milanesa...

Es que a esa cuestión de interés público se la ve pasar por “la política”. Dándose, muchas veces, el sorprendente caso que a estas “milanesas políticas”, inclusive sin terminar de prepararlas, cuando no ya preparadas, no se las deja sin comer. Inclusive hasta podrían dar la impresión que resultarían más apetitosas, aquéllas que sólo quedan en anuncios, las que podrían, claramente, “sentar mejor” que las que vienen a estar mal preparadas y peor terminadas.

De donde, impensadamente, hemos incursionado de esta manera en un terreno del que nos vemos obligados a salir. Aunque lo hagamos pensando en la creciente vinculación que existe entre la gastronomía –solo cuando viene acompañada con una golosa angurria-, con la política.

Hasta el punto de llegar a conjeturar que, así como hubo un autor que incursionó en el tema de “el asesinato considerado como una de las bellas artes”, sería posible ver a quien escribiera una obra que versara sobre “la política, como la expresión máxima de la gastronomía, cuando se la utiliza para satisfacer pecaminosos apetitos”.

En tanto, la ordenanza aprobada por los concejales de Avellaneda establece que los dueños de terrenos vacíos o con edificaciones frenadas tienen un plazo máximo de ocho años para construirlas o terminarlas. Si no lo hacen, la municipalidad puede declararlas de utilidad pública y expropiarlas.

Que con ese objeto se creará un organismo público municipal más, cuál es el “Registro Público Municipal de Inmuebles Baldíos, Inmuebles con Edificación Derruida o con Edificación Paralizada”, el que será encargado de detectar e incorporar, a los libros registrales, los datos que permitan la ubicación de inmuebles de esas características.

Una vez que se efectúe esa determinación, y que queden como tales registrados, los dueños deben empezar a pagar un 50% más de impuestos en concepto de la Tasa por Servicios Generales, además de intimarlos a construir. Y si en un plazo de tres años no se avanzó en ningún tipo de construcción o modificación, se empieza a pagar otro 50% por encima del aumento del primer año de plazo, una cifra que irá aumentando todos los años.

Luego, al cabo de ocho años después de que el inmueble quedará inscripto en el Registro, y siempre bajo la condición de que no se haya construido en el mismo, el municipio queda facultado para declararlo de utilidad pública y expropiarlo. La expropiación debe ser aprobada por la Legislatura provincial y realizarse a cambio de una indemnización, según establece la Constitución provincial.

Es decir, el inmueble puede ser expropiado por la municipalidad por la mera ausencia de construcción, aún cuando se hayan pagado los impuestos en tiempo y forma, e incluso cuando se lo hiciera con un nivel de aumento impositivo notoriamente elevado.

En otras de sus disposiciones, se establece que la intimación a construir no renueva los plazos si el inmueble cambia de dueño, ya que en uno de sus artículos se establece que los plazos señalados no se alterarán, aunque durante su transcurso se efectúen transferencias de dominio. Una manera de cuidar con celo, algo que en otros casos hasta se facilita, cual es, como lo señala un viejo dicho, que “hecha la ley, hecha la trampa”.

Finalizada la precedente escueta relación, resulta de interés señalar que en la ordenanza existe “mucha cáscara y pocas nueces”, porque la expropiación por esa pretendida causal de utilidad pública, exige la sanción de una ley expropiatoria por parte del gobierno provincial, la que es, cuando menos, farragoso de lograr.

A lo que se agregaría la necesidad del cumplimiento de un requisito, que se nos ocurre casi imposible de consumar, cual es el de la obligación de que se expropien “todos los inmuebles que den cuenta de esa falencia, al momento mismo en que ésta se haga presente”, de manera que no se utilice la Ordenanza, y el Registro que es su consecuencia, de manera discrecional y con propósitos persecutorios, ya que no solo son infiernos propios los pueblos chicos.

Tampoco puede dejar de pasarse por alto la circunstancia, que la Ordenanza no especifica de una manera concreta el destino que les dará a los inmuebles apropiados, y eventualmente los recursos que estarían disponibles con ese objeto y la forma en que los mismos se obtendrían.

En resumen, lo único que queda en claro luego de lo señalado es que esa municipalidad contaría, ordenanza mediante, con la posibilidad de crear otro organismo burocrático, y una cantidad indefinible de cargos a llenar. A la vez que un recurso siempre en aumento con el que gravar a los propietarios de inmuebles ubicados en los municipios. Un recurso tributario que, atendiendo a las características mencionadas, tendrá, en lo que exceda de la tasa por alumbrado, barrido y limpieza, el carácter de un impuesto. Algo que lo hace de dudosa legalidad, y por ende cuestionable.

Por lo demás, nos encontramos aquí ante una normativa que parece imitar a la estrategia utilizada por el tero en el cuidado de los huevos de su nido. Porque vemos batir el parche sobre el problema de los “terrenos ociosos”, mientras se ve, por lo general –admitimos no conocer el caso concreto de Avellaneda- que las distintas municipalidades no prestan la atención debida al dictado de normas sensatas en materia del uso del suelo y de edificación. Y que cuando se lo hace, las mismas quedan sofocadas por el cúmulo de excepciones autorizadas por las autoridades respectivas, que en la mayor parte de los casos, se conceden a cambio de una “compensación”, la que debe destacarse no siempre es de carácter monetario, pero que de cualquier manera, -aunque sean situaciones estrictamente excepcionales- resultan censurables.

Antes de terminar, planteamos un interrogante, que no habría que soslayar, que tiene que ver con el concepto del neologismo “ociosidad”. Se trata de si ¿se lo puede determinar como tal a un terreno tapiado y con la vereda en condiciones, o en el caso que en el mismo exista cualquier tipo de cultivos, o que se lo pone a disposición en forma precaria de toda la comunidad?

Una cosa resulta, en tanto, de esperar. Que ideas de este tipo, las que como es frecuente surgen cuando se trata sobre todo de iniciativas dañinas, no llegue a prender en nuestro territorio provincial.

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