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El Gobierno se sigue atribuyendo derechos que no le corresponden y empieza a tocar los límites de la tolerancia popular

Hoy se cumplen 72 días de cuarentena. Casi dos meses y medio. Ahora escuchamos que el famoso pico llegará a fin de junio. O que quizás sea después, o quizás no llegue nunca.

¿Cuál es el pico que importa? Porque las curvas (¡cómo repetimos estas palabritas!) de contagios han sido similares en todos los países, pero las de muertes han tenido grandes divergencias. La realidad es que en Argentina muy poca gente muere por coronavirus. Claro que no queremos que nos toque, ni que le toque a un ser querido, pero las chances de que eso ocurra son remotas. Las 530 muertes hacen de la cuarentena una exageración. Defender la vida no es racional si se convierte en impedir la muerte. Ese enemigo, por ahora, es invencible.

Una rareza de esta pandemia es la conmiseración (¿el pánico?) que despiertan los contagiados, como si pendieran sobre ellos sentencias de muerte segura que los números refutan de manera contundente. Lamentablemente, la enorme mayoría de quienes mueren por causa del Covid-19 hubieran muerto por cualquier otra infección respiratoria. Es más, la gripe y la neumonía siguen resultando hasta ahora más mortales que el Covid-19, aunque no provoquen pánico.

En nombre del enemigo invisible, los gobiernos de casi todos los países convocaron a sus poblaciones, con mayor o menor nivel de coerción, a permanecer en sus hogares. En todo el mundo, el grado de cumplimiento con el distanciamiento social ha sido altísimo, aun cuando las cuarentenas no fueran obligatorias.

De lo cual surgen dos cuestiones evidentes. La primera tiene que ver con las decisiones gubernamentales respecto del nivel de coerción a aplicar. A primera vista, aquellos países en los cuales los liderazgos políticos están más afianzados fueron capaces de implementar medidas de distanciamiento social más leves que aquellos en los cuales los liderazgos no están tan firmes. Suecia, Alemania, los EE.UU. tuvieron recomendaciones para no circular, en contraste con las obligaciones que impusieron España, Italia, Chile o Argentina. Las cifras no son elocuentes respecto de que uno de los métodos sea mejor que el otro. Son más contundentes respecto del costo socio-económico y político de la coerción.

La segunda observación curiosa proviene del hecho de que el sector privado supo adaptarse a los desafíos que presentó el Covid-19 de manera más apropiada que las burocracias estatales. Las grandes empresas adoptaron casi de inmediato protocolos para garantizar la seguridad sanitaria de los empleados, la protección de los empleos y la continuidad de los negocios, hasta donde las restricciones regulatorias lo hicieran posible. Incluso los sindicatos de trabajadores de los sectores privados se adaptaron. Dueños y empleados están siendo socios en el esfuerzo y lograron sellar acuerdos que protegieran ambos bolsillos. E implementaron el trabajo en casa con gran eficiencia.

El sector público, por el contrario, dejó de funcionar. Y como su bolsillo no depende de lo que genera sino de lo que extrae del sector privado, no debió preocuparse porque su inactividad afectara los puestos de trabajo ni los salarios, por más que los ingresos impositivos (¡que cobra del sector privado al que cerró!) cayeran de manera estrepitosa. Y frente a ese cierre total, el Poder Ejecutivo (Nacional, Provincial y Municipal) se atribuyó derechos que exceden en mucho lo que la Constitución y el sentido común permiten.

¿Con qué derecho viola el Ejecutivo nuestros derechos constitucionales a trabajar o circular? ¿Con qué derecho se permite cerrar los restantes poderes, de manera que sus DNUs inconstitucionales no puedan ser desafiados, ni en el Congreso ni en la Justicia?

¿Con qué derecho se atribuye la potestad de determinar que un trabajo es o no es esencial? Sí, señor Gobierno: todo trabajo es esencial, porque gracias a ese trabajo la gente come, se viste, puede educar a sus hijos o darse gustos que ahora usted prohíbe. Tal vez no lo entiendan porque muchos de los que deciden nunca necesitaron trabajar para ganarse el pan.

Caminar por cualquier ciudad confirma que infinidad de PyMEs, que el gobierno afirma proteger, han cerrado y de sus locales comerciales sólo cuelga un cartel de “se vende” o “se alquila”. Frente a esta realidad irrefutable: ¿con qué derecho publicita “sus” préstamos (con dinero ajeno) a empresas que no saben si podrán volver a abrir luego de que sus decisiones las ahogaran? ¿Con qué derecho se permite amenazar con cobrar con acciones a quienes no devuelvan los préstamos? ¿Es acaso el estado un fondo buitre?

El paso de los días va mostrando cómo países que comenzaron con nosotros la cuarentena van regresando a la normalidad. Cómo abren restaurantes, escuelas, playas y hasta en los países que mirábamos como maldecidos por la pandemia abren playas y se vuelven a permitir vuelos hacia y desde otros países. Un contraste que nos vuelve a mostrar distintos: ineptos, sin salida. La cuarentena está comenzando a tocar el límite de la tolerancia popular. Algunos achacan su duración a algún afán autoritario. Cabe preguntarse si no es todo lo contrario: que la motiva la cobardía.
Fuente: El Entre Ríos

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