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“Todo Derecho en el mundo tuvo que ser adquirido mediante la lucha». La cita precedente, no es otra cosa que el pensamiento en torno al cual gira una obra que un jurista y sociólogo alemán – se trata de von Ihering- publicara en un lejano 1872, y titulara precisamente “La lucha por el derecho”.

De donde una interpretación extendida de ese criterio, llevaría a decir que la lucha por el derecho es la lucha por la Justicia, escrita así con mayúscula, dada la unión casi simbiótica que existe entre ambos conceptos. Algo que lleva a que en la sabiduría popular, sea un axioma tanto la afirmación de que “no hay derechos si no hay justicia” y que cuando alguien reclama por derechos, propios o ajenos, vulnerados lo haga reclamando que “se haga justicia”.

Claro que referirse a la Justicia, no es lo mismo que hacerlo en relación a que “se haga justicia”, porque aunque en ambos casos nos encontramos ante una misma palabra que en los dos casos suena igual, en el segundo de ellos vemos descender a la Justicia enseñoreada en el “mundo de las ideas” a la realidad pedestre en la que su custodia se deja en manos de jueces, que no siempre se entienden demasiado bien con aquélla, situación que se hace palpable cuando se escucha a menudo hablar de quienes “descreen de la justicia”.

Un estado de cosas real al que, sin advertirlo, contribuyen aquellos jueces y fiscales agrupados en un nucleamiento denominado Justicia Legítima, como si pudiera haber otra que no lo fuera.

Pero no es nuestra intención- al ocuparnos de una, la que sin serlo le toca actuar como tal, a lo largo de un proceso que culmina en la sentencia- hacerlo de nuestra institución judicial; desgraciadamente tan manoseada y manoseable.

Dado que se tratara de efectuar un análisis focalizado en nuestra realidad, no serviría para otra cosa que para enardecer ánimos, de por sí sensibilizados hasta el extremo, dado lo cual no cumpliríamos con nuestro objetivo, y no haríamos otra cosa que agregar confusión, a la ya existe en exceso entre nosotros.

De allí nuestra atención la volcaremos, en el juicio político – en nuestros medios de prensa es frecuente que se haga mención al “impeachment” que es la denominación del instituto en Estados Unidos; nación en la que en este momento se le sigue dicho proceso al presidente Trump en el Congreso de los Estados Unidos.

Un juicio en el que la Cámara de Representantes –la de nuestros diputados- tiene a su cargo la acusación, y los miembros del Senado actúan como juez, el que para que su sentencia resulte condenatoria –o sea llegue a la destitución de Trump- debe contar con el apoyo de las dos terceras partes de sus miembros.

A ello se debe agregar el hecho que el Senado “constituido en Tribunal” en este caso es presidido por el que lo es de la Corte Suprema Federal, y que los senadores antes de asumir su nuevo rol, deben prestar nuevamente juramento, ya que antes lo habían hecho como legisladores, y ahora pasarán a desempeñase como jueces.

Completando el cuadro, no está demás agregar que así como los legisladores demócratas –los que harán las veces de acusadores- son mayoría en la Cámara de Representes pero son minoría en un Senado con mayoría republicana.

Las acusaciones contra Trump, establecidas por la Cámara de Representantes son dos: abuso de poder y obstrucción al Congreso.

Por la primera de ellas, se acusa al presidente Trump de anteponer sus preocupaciones políticas al interés nacional, al presionar al presidente de Ucrania para que investigue al hijo de ex vicepresidente de Barak Obama, y uno de los precandidatos con mejores posibilidades de triunfar en las primarias demócratas, hijo suyo que era directivo de una empresa ucraniana. Presión con la que condicionaba el otorgamiento de un millonario préstamo a aquel país.

Por el segundo -obstruir los intentos de investigación del Congreso, dijo Jerry Nadler, el presidente del Comité Judicial de la Cámara- de trabar la entrega de documentación a las dos Cámaras, sobre ese tema y prohibir que personal de la Presidencia declare como testigo sobre aquella primera cuestión.

Mientras tanto al avanzar en la acusación por parte de los demócratas, estos daban cuenta de dos objetivos, cuales eran por una parte no pasar por alto las que consideraban graves transgresiones del Presidente en ejercicio de sus funciones –algo que los convertiría hasta cierto punto en encubridores de ellos- y poner a los senadores republicanos en el brete de mostrarse como “jueces” o como “hombres de partido”.

Los primero escarceos en el juicio político en marcha viene a mostrar que la segunda de las opciones es la elegida por una casi unanimidad de los senadores republicanos, mientras existen cuatro de ellos que vacilan en inclinar su postura hacia uno u otro lado en cuestiones de procedimiento.

Es que la mayoría de los senadores actuando como jueces de forma terminante ha desechado la admisión de la prueba documental referida, al mismo tiempo que han pospuesto pronunciarse sobre la posibilidad de acceder a la convocatoria de testigo, cuya declaración puede ser de importancia decisiva.

En tanto lo que aquí nos interesa es destacar la gravedad institucional que tiene el hecho que los jueces ejerzan sus funciones ya como “hombre de partido”, ya como “portadores de una determinada ideología”, que al actuar de ese manera vienen a hacer trastabillar el equilibrio y la independencia de poderes, asi como a degradar no solo su función, sino que también hacer posible que la opinión pública pierda el respeto a una magistratura que concibe un juicio como si fuera una fantochada.

Demás está señalar, que en cuanto a su libertad de pensamiento, los jueces tengan la característica del agua pura, es decir, que sean inodoros, incoloros e insípidos. Ya que esa libertad de pensamiento no les puede ser negada en ninguna circunstancia, e inclusive provoca temores la existencia de una neutralidad interna extrema, que guarda una no extraña similitud con una peligrosa oquedad.

A lo que se aspira en cambio, y en realidad más que de una aspiración se trata de una exigencia, es que los jueces al momento de actuar, hagan abstracción de todo aquello que los puede convertir en parciales, y que se ciñan de la manera más acabada posible a los hechos que resultan de una prueba de máxima amplitud, con la sola limitación de su pertinencia; todo ello atendiendo a “un ley que es la ley”, o sea una construcción jurídica, que no siempre tiene que ser necesariamente fantasiosa, pero que de cualquier manera su utilización en sustitución de “la ley que es la ley”, no significa otra cosa que pretender convertirse de una impropia forma sesgada en legislador.

Una situación que cuando se da, lleva a ver a la Justicia más que en retirada, huyendo en forma despavorida.

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