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Adam Smith
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En estos momentos en los que existe la intención oficial de aplicar precios máximos generalizados y hasta ilusorios –nos referimos al hecho que, en el flamante listado en la materia, dado el apuro con el que se actuó, no fue elaborado sino “copiado” y como consecuencia de ello, incluye artículos que se han dejado de producir o de fabricar-, no está demás la referencia a las distintas maneras con las que desde los ámbitos gubernamentales, se maltrata, no a los “formadores de precios”, sino una masa infinitamente superior de consumidores.

Expresarlo de esa manera, es el resultado de mirar bien las cosas, ya que en la actualidad es el gobierno el “mayor formador de precios” –al atender a su composición final-, ya que lo vemos percibir toda clase de tributos sin que, como contraprestación los retribuya, no ya con la prestación de servicios de excelencia, sino que tan solo resulta, en casi una constante, aquellos que se ven prestados de una manera deficiente, dejando de lado a aquellos a los que lisa y llanamente no se los presta.

Es sobre todo el caso de los impuestos que se “invisibilizan” –es decir, es como si se volvieran invisibles-, y respecto a los que no podemos menos que hacer referencia a consideraciones ya lejanas de Adam Smith, a que existen tantos que con válidos fundamentos lo califican como “el fundador de la economía moderna” como disciplina teórica.

Es que sus reflexiones han sido glosadas por académicos actuales, tal el caso de Santiago Álvarez García, catedrático de la Universidad de Oviedo. Son ellos quienes señalan que “contra los impuestos sobre consumo no se murmura tanto. Porque repercuten sobre el comerciante, que los incorpora en el precio de los bienes que venden, y así son pagados insensiblemente por la gente”.

Algo que se ejemplifica aludiendo al hecho que cuando compramos una caja de té no nos damos cuenta de que la mayor parte del precio es un tributo que se paga al gobierno y, por tanto, lo pagamos “con gusto” como si fuera solo el precio natural de la mercancía. Agregando el hecho que, de la misma manera, “cuando se establece un impuesto adicional sobre la cerveza, su precio debe subir, pero el consumidor no dirige directamente su malicia contra el gobierno, que es su objeto apropiado, sino sobre los cerveceros, porque confunde el precio gravado con el natural”.

Esa era la razón por la cual, al plantear “el ocultamiento” de la carga tributaria vinculada a la imposición indirecta, anticipó el gran economista escocés “la teoría de la ilusión fiscal o ilusión financiera”, desarrollada por el hacendista italiano Amilcare Puviani a comienzos del siglo XX.

Es que en el ámbito de las finanzas públicas, se señala que “la ilusión fiscal consiste en la infravaloración, por parte de los contribuyentes, del coste impositivo que tiene que satisfacer por los bienes y servicios públicos que reciben”.

Un error no menor y casi imperdonable, ya que de esa manera deja de computarse en el precio de lo adquirido esa incidencia de naturaleza tributaria, que de efectuarse permitiría entre otras cosas medir la eficiencia de la acción gubernamental.

Por otra parte, el “ocultamiento de la carga tributaria” es facilitado por determinados mecanismos recaudatorios, como es el caso que se hace presente en un sistema tributario complejo y fragmentado. Una situación que se da en países como el nuestro donde tributos nacionales, provinciales y municipales vienen a cargarse con distintos nombres sobre los mismos bienes.

Así, se dijo alguna vez que iba a ser posible la eliminación de los Ingresos Brutos, que es como se sabe uno de los impuestos peores no solo por su carácter regresivo, sino también porque se viene acumulando en las sucesivas transferencias del mismo bien, al que es aplicado.

Por otra parte existen tributaristas que afirman que el impuesto que “mayor ilusión fiscal” genera, es uno al que muchas veces no se percibe como tal: “la deuda pública”. Lo que se explica señalando que “el recurso al déficit y al endeudamiento supone desplazar la carga tributaria del momento actual al futuro, el de su reembolso o amortización”. Una manera de hacer las cosas más fáciles en el presente, a costa de los sacrificios mayores de los mismos o de otros potenciales contribuyentes.

Más allá de lo que surge de este repaso, no pueden quedar dudas que el impuesto inflacionario es en la materia una verdadera “enfermedad” más que una mera ilusión tributaria, algo que se hace visible en momentos en que la misma se desboca.

Ya que no es cierto, como alguna vez se ha podido escuchar, que un proceso inflacionario de una tasa reducida es beneficioso. Algo de lo que deberíamos tomar en cuenta e incorporarlo a nuestra estructura mental. Como también que comenzaremos a ver en el gobierno un “formador de precios” oculto y al que es necesario vigilar para que no se desmadre en dispendios disfuncionales.

Y llegar a ver la hipocresía de los funcionarios, que al acusar a otros de “formadores de precios” –asignándole un carácter maligno, a lo que en principio no es sino el resultado inevitable de la actividad económica- no están haciendo otra cosa que “olvidar la viga que está en su propio ojo”.

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