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No es nuestra intención efectuar aquí ni una enumeración de los derechos humanos -a aquellos más precisamente a los cuales en una época que ya nos parece pretérita se los conocía como “derechos individuales”, o sea los mismos que la sofisticación contemporánea designa como “derechos de primera generación”- ni siquiera establecer una jerarquía entre ellos, lo que significa ubicarlos respetando a su respecto, un orden de prioridades.

De haber sido así, colocaríamos a la “libertad” en la cúspide; sobre todo, teniendo en cuenta que en una sociedad como lo actual -de rasgos cada vez en mayor medida agnósticos, por no decir ateos- la referencia a Dios es -para tantos- cuando menos, superflua.

Claro está que hablar de la libertad como derecho primordial, implica la existencia y reconocimiento al menos de un derecho que lo presupone, cual es a la “vida”; lo cual es cierto, ya que la vida sin libertad, deja de serlo, en su sentido más profundo.

Cuestionable resulta en cambio el lugar jerárquico que ocupa la “propiedad privada” -aunque en esos tiempos se la mencionaba como tal “a secas”- dentro de ese marco; ya que al respecto, entre el lugar que ocupa en sus más férreos defensores; están también, por una parte, quienes opinan que la propiedad esclaviza, en la medida que impide la presencia de ese “desasimiento” en lo que ellos ven la condición básica para ser libres. Y por el otro extremo, aquellos otros que comienzan por ver en la propiedad un “robo” y que terminan por considerarla “un imposible”, tal como las definió, de ambas maneras, el filósofo anarquista decimonónico Proudhon.

De la libertad, es un tópico del cual esta vez desistimos de ocuparnos, independientemente del hecho que se la vea cada vez más en peligro, aún en el caso de las sociedades a las que se las califica de “avanzadas”.

Es que nuestra atención está puesta en la ocasión en una cuestión no menor, cual es la relación que se da en nuestro caso particular entre el “Estado Nación”, y los derechos a la vida y a la propiedad de todos aquellos a quienes aquel gobierna.

Una cuestión palpable, en lo que hace tanto a su importancia como a su cruel actualidad, y que viene a vincular a nuestro Estado y esos derechos de la peor manera imaginable, como en seguida se verá.

Algún filósofo de la modernidad temprana -y aquí se hace presente Hobbes y su siempre actual obra “Leviatán”- si no fue el primero, fue al menos quien reforzó la idea acerca que el rasgo fundamental y hasta el que hace a su esencia; es el de reivindicar para sí -y ejercerlo eficazmente- ese “monopolio de la fuerza” que se arroga; muchas veces sin tenerlo realmente, cual es nuestro caso.

Dado el hecho que, expresándolo en el lenguaje de los adolescentes, “nada que ver” un Estado así caracterizado, con el Estado que tenemos. Sobre todo que adjudicarle esa característica, suena sino a un chiste, al menos como una falacia, para darle una jerarquía de mayor respeto con la adjetivación utilizada. Algo que hace que el que hablemos del nuestro, como de un “Estado presente”; resulta algo al menos incorrecto, en el sentido -falsamente encomiable- que se pretende darle a la expresión.

Es que la única manera explicable de considerarlo así es hacer que su “presencia” se confunda con su “hipertrofia”, la que lo atiborra de una planta de personal desmesurada, y con un número de regulaciones sin cuento, que al ser tantas e inclusive contradictorias, no nos deja respirar y hasta -exagerando a penas- puede llevarnos a enloquecer.

Es que nada más cierto que el hecho que “no” se ocupa de “cuidar a nuestras vidas”, si se tiene en cuenta el hecho que ciertos noticiarios televisivos, dan la impresión, con la información que visualizan, de que el televidente está en presencia de una serie “negra” de televisión; y no ante hechos de la vida real. Y un comentario de tipo, podría repetirse con otros ejemplos de distinta naturaleza, hasta llegar hasta el infinito.
De allí, que mientras existen quienes -incluyendo entre ellos a dirigentes de organizaciones sociales- están de acuerdo en que “salir a rapiñar”, es una forma de “salir a trabajar”; como contrapartida explicable, aunque no siempre justificable, asistimos a una pretendida legitimación de lo que se conoce como el “hacer justicia por la mano propia”, cuando no se confunde con el actuar en “legítima defensa”. Nos acercamos así ante un Estado que solo nos cuida, cuando más a medias, mientras se nos ve seguir avanzando, en dirección a la entronización de la “ley de la selva”.

Y en lo que a la protección de la propiedad respecta, el Estado se muestra activo, pero en sentido inverso, ya que por lo general no nos cuida, sino que “nos atropella”. Dicho de una manera impropiamente incorrecta, pero que sirve para describir una situación real, debemos admitir que el “Estado nos roba”, y que sobrevive a pesar de “su impotencia”, gracias a esos latrocinios.

Lo hace así, apelando a “el impuesto inflacionario”, vinculado con esa emisión desbocada de billetes, que como es sabido castiga en mayor medida a los más pobres y a los jubilados, por ser los que están más desprotegidos contra ese disloque. Y por supuesto, con una presión tributaria, que dicen los que saben que hace que al menos los primeros seis meses del año -por lo que su importe representa- trabajemos los que tenemos la fortuna de contar con él, para el Estado.

Impuestos a los que se califican de confiscatorios, pero en muchas ocasiones resultan mucho más que eso, en la medida de que son “apropiaciones” de bienes privados por parte del Estado, como ha sucedido con los ahorros de particulares en los fondos privados de pensiones, o como lo que se intentó hacer con muchas empresas de las que se ha apropiado, sin tener presente la necesidad de ley expropiatoria y pago de indemnización previa.

Una situación que llega al extremo en el caso de nuestros chacareros, donde se lo ve al Estado dando la impresión de estar matando una “gallina de oro”, ya que comienza por castigarlo con una cotización tramposa del dólar con el cual se calcula el precio de los productos que exporta, para después terminar aplicando “retenciones”, sobre ese monto ya esquilmado que aquellos reciben.

Pero el Estado en un sentido que tiene poco de eufemístico, no solo nos roba, sino que se nuestra impotente, cuando no da la impresión de proteger y hasta promocionar, tanto a los que se embarcan en pequeñas raterías, como a hampones con aspiraciones infinitamente mayores.

Ya se habrán percatado nuestros lectores, del hecho que estamos metiendo en la misma bolsa a todos los ladrones, desde aquellos que se contentan con el arrebato de un celular o una cartera, pasando por otros afectos a la intrusión en cajas fuetes, donde estaban depositadas sumas millonarias de dinero, hasta algo que ahora parece haberse hasta institucionalizado, como es la toma de tierras, en manadas organizadas con disciplina militar y asistencia técnica voluntaria.

Algo que lleva a pensar que estamos llegando, como consecuencia de ese Estado que dice ser presente pero al que lo vemos más que todo impotente; ya que se lo ve considerando que lo que es delito en el caso que sea cometido por una o un grupo reducido de personas, deja de serlo cuando su autor es una patota que al menos da la impresión de ser muy numerosa, aunque no lo sea estruendosa.

Concluimos, admitiendo que todo lo dicho es archisabido. Pero también, que de vez en cuando no viene mal echar una mirada al cuadro completo.

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