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Del momento en que caí en la cuenta

No lo hice de una manera deliberada y consciente. Sino que, al escuchar al pasar, en un programa radial, en el que se hacía referencia a la candidatura demócrata para las elecciones presidenciales del próximo noviembre en Estados Unidos, sufrí, nada más ni nada menos, que algo muy parecido a una iluminación. Fue entonces cuando se me hizo presente una conmoción que en seguida se hizo reflexiva, y se convirtió en algo parecido a un sorpresivo y a la vez maravillado despertar.

Por Rocinante

Es que, de una manera automática, luego de escuchar lo mencionado no pude menos que pensar que los Estados Unidos de América vienen eligiendo a su Presidente desde 1789, cuando George Washington ocupara por primera vez el cargo, el que a su vez era cubierto por primera vez.

Eran esos los tiempos en que nuestro país formaba parte del Virreinato del Río de la Plata, y que se estaba yendo de Buenos Aires el Virrey Loreto (el tercero de ellos) y llegando el Virrey Arredondo.

George Washington resultó, por su parte, electo nuevamente como Presidente en forma inmediata por una sola vez más, después de lo cual se marchó a su casa, sin pensar una vez siquiera en volver a postularse, a pesar de que la Constitución Americana no tenía al respecto ninguna limitación.

Pero de esa forma sentó un precedente, que el ser imitado de allí en más con lo que se señala una única excepción, ese comportamiento se transformó en una costumbre institucional, que como enseguida se verá, luego se convirtió en una limitación de naturaleza constitucional.

Cierto es que hubo una excepción, con el caso de Franklin Delano Roosevelt, que fue elegido durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, circunstancia que lo explicaba, por aquello que, entre nosotros se conoce como la mala idea de querer cambiar de caballo en el medio del río, para un tercer mandato, y que inclusive pudo llegar a ejercer un cuarto mandato, de no haber muerto antes del momento en que iba a ocuparlo.

Pero como se había dado ese precedente peligroso, un Congreso precavido, introdujo en la Constitución americana una Vigesimosegunda Enmienda (lo de enmienda es el nombre que se da a cada reforma introducida en el texto primitivo) por la que establece un límite de mandatos al presidente de los Estados Unidos.

Así es como el Congreso aprobó esa enmienda en el año 1947, la que el proceso de ratificación por las legislaturas estaduales (tal como lo exige la propia Constitución para ser enmendada, como es para la ocasión el término correcto utilizado, o sea reformada) culminó en el año 1951.

Es por eso que la Constitución de ese país contempla desde entonces que Ninguna persona podrá ser elegida para el cargo de Presidente más de dos veces, y ninguna persona que haya ocupado el cargo de Presidente, o ejercido como Presidente, durante más de dos años de un mandato para el que otra persona hubiera sido elegida como Presidente, será elegida para el cargo de Presidente más de una vez.

De esa manera quedó reforzada aún más la institucionalidad en ese país, independientemente del hecho de que a lo largo de los siglos haya tenido que sobrellevar el conflicto fratricida más sangriento de la historia, cual fue la Guerra de Secesión en el siglo XIX.

Ello así, aunque también haya tenido en ese lapso, presidentes mejores y peores, para liderar una sociedad que pese a su periodicidad no ha sido nunca perfecta, y que todavía enfrenta graves problemas de discriminación y de desigualdad social (los que con mucha frecuencia vienen asociados) con los que ha lidiado y lo sigue haciéndolo.

Si bien todas las comparaciones son odiosas, esa continuidad institucional a lo largo de casi dos siglos y medio, para calibrarla en su verdadera dimensión, debemos advertir que son pocos los regímenes vigentes en estados nacionales actuales que ostenten la misma duración, dado lo cual nos encontramos ante una señal incuestionable de la fortaleza de sus instituciones. Y que, como consecuencia de ese respeto por parte de su población, se añade igual actitud frente el principio de la alternancia en el poder.

Una situación en apariencia (solo en apariencia) más extrema sería dable encontrarla en Méjico, donde desde la institucionalización de su Revolución (la conocida como Revolución Mejicana), atendiendo a la estructura institucional del régimen, se observaba que este se basaba en la presencia de un partido político hegemónico, conocido como el PRI (Partido Revolucionario Institucional).

A lo que se le agregaba el hecho de que su existencia llevó durante décadas a estar sustentado en una particularidad, cual era que el Presidente en ejercicio nominaba (algo que es una manera de decir, ya que como se descontaba su elección en las urnas, su nominación era una virtual designación, a la que se conocía con el nombre de “el dedazo”).

Todo lo que me llevó a pensar, obviamente sin todos los otros circunloquios que acabo de desarrollar y que fueron posteriores a mi impresión primera, el contraste en la normal continuidad institucional estadounidense (la que no sufrió mella ni aun como consecuencia del asesinato de Kennedy, del escándalo del caso Watergate, que se llevó puesto al presidente Nixon, ni de la renuncia del vicepresidente Spiro Agnew por haber mentido en su declaración de impuestos a la renta, ni por las fantasías pecaminosas en el caso de Clinton).

O sea, vuelvo a destacar, en los Estados Unidos, tal como he señalado, se da el hecho extraordinario que por casi dos siglos y medio, se ha visto a los presidentes sucederse unos a otros inexorablemente cada cuatro años en una serie ininterrumpida de mandatos (sin contar el caso de las reelecciones constitucionalmente contempladas y de la extinción de mandato también de esa forma prevista).
Y por casa como andamos
El repaso que sigue, siguiendo el mismo tema, no lo efectúo ni con una intención laudatoria para nuestros lejanos vecinos norteños, ni con el propósito de, a través del contraste, victimizarnos.

Nada más que lo que allí es normal (de donde viene a quedar comprobado, que el lograrlo no es un imposible) resulta lamentablemente anormal entre nosotros; dado lo cual invertir la tendencia, es una de las metas que es nuestra obligación alcanzar, al ingresar en la nueva normalidad hacia la que según se afirma, estamos avanzando.

Es que en nuestro caso, desde 1860 en adelante, si ignoramos la renuncia forzada de facto del presidente Juárez Celman y algunas que otras asonadas cívico militar (la más importante de las cuales fue la conocida con el nombre de “la del Parque”, abortada, aunque consiguió su objetivo de mínima, cual era precisamente el desplazamiento de Juárez Celman, se hace necesario seguir hasta 1930 (precisamente hasta el 6 de septiembre de ese año) para que con el derrocamiento del presidente Hipólito Irigoyen ingresáramos en un período de turbulencia del que en realidad, independientemente de lo que da cuenta una curva, que guarda parecido con los registros de un sismógrafo sobre el rollo de papel, se traduce en trazos de planos interrumpidos con frecuencia dispar con pico de distinta altura y de despareja duración ( ya que algunos de esos picos se los ve próximos entre sí), lo que cabría llevara a considerar que se tratan de una sola formación.

Fui sorprendido siendo niño con el relato de mi abuelo (la verdad es que en la escuela no le dieron mucha importancia al tema, seguramente por la pena que causaba a mi maestra su asociación con la muerte de Manuel Belgrano, en pobre y triste soledad, exhalando su último suspiro, con esas palabras que todavía parecen sacudirnos cuales son ¡ay patria mía!), acerca de la coincidencia que se dio el 20 de junio de 1820 de dos acontecimientos fatídicos que se produjeron de manera casi simultánea.

Se trataba de la coincidencia de la muerte de ese prócer, con lo que se conoce como el día de los tres gobernadores, porque esto último es lo que habría sucedido en Buenos Aires en una jornada en la que es de suponer en realidad no gobernaba ninguno de los tres, y que cabe considerarla como la fecha en que abrió sus puertas el período de nuestra historia conocido como de la anarquía.

Anécdota que él supo recordarme con inexplicable extrañeza, ya que supo de varias duplas presidenciales (así lo llamó, aunque en ocasiones con más propiedad habría que hablar de tripletes, por el corto trecho que va desde la iniciación de cada mandato presidencial, al del también corto del siguiente) cual es el caso de las presidencias de Rawson (que duró tres días), Rámirez-Farrell; Lonardi-Aramburu; Cámpora-Lastiri-Perón; de Viola-Galtieri-Bignone y la conformada por Puerta-Rodíguez Saa-Duhalde.
Nada dura para siempre
Una afirmación que indudablemente no puede aplicársenos en materia institucional, aunque cayendo en lo anecdótico se puede traer a colación, como en algún momento se hizo en las columnas de nuestra edición entonces impresa, la reflexión de un senador que iba terminando su tercer mandato (eran los tiempos en los que los senadores duraban nueve años en sus cargos) que afirmaba que ser senador es como vivir en el limbo, porque de tanto ver pasar el tiempo es como si en realidad no pasara, algo que no sería extraño escucharlo repetir al gobernador formoseño actual que en algún momento puede llegar a ser visto como un gobernador vitalicio, ya que la muerte lo encontró no con las botas puestas, sino ejerciendo por décadas su cargo.

Ese es en cambio un interrogante que válidamente cabe plantearse en los Estado Unidos del presente, y que en una nota periodística se la formula el periodista neoyorkino Thomas Friedman (uno de los columnistas más cotizados de ese país), a la que titulara con una pregunta ¿Las elecciones de 2020 marcaran el fin de la democracia?

Luego de lo cual escribe que esa es una frase que ni en un millón de años pensé tener que escribir o leer: por primera vez en nuestra historia, Estados Unidos quizá no pueda celebrar elecciones libres y justas en noviembre, ni tampoco tener un traspaso del poder pacífico y legítimo si el presidente Donald Trump es derrotado por Joe Biden.

Explicando a continuación que su afirmación parte del supuesto que si la mitad de los norteamericanos sale de la elección pensando que sus votos no fueron debidamente contados por un sabotaje deliberado al Servicio Postal, y si el presidente Trump convence a la otra mitad de que todo voto por Biden enviado por correo es fraudulento, el resultado no sería una elección disputada -como la de Bush versus Gore ante la Suprema Corte-, sino que marcaría el fin de la democracia norteamericana tal como la conocemos. Y no es una hipérbole decir que también sembraría la semilla de una nueva Guerra Civil.

Luego de admitir que la pandemia no es culpa de Trump, ni tampoco su consecuencia, hace referencia a la necesidad de apelar al voto por correo para hacerlo, dada la existencia de la pandemia. Agregando que lo que sí es culpa de Trump es que en vez de comportarse como un líder -organizar una respuesta de emergencia conjunta con el Congreso y los gobernadores ante el inédito desafío de esta elección nacional, el presidente usó su púlpito para intentar convencer al país de que cualquier voto por correo debería ser considerado fraudulentos e intenta deliberadamente recortar los fondos necesarios para que el Servicio Postal como manera de obstruir la apelación a ese recurso.

Es por eso que considera que hasta los dictadores de repúblicas bananeras que he tenido que cubrir a lo largo de mi carrera eran más sutiles en sus intentos por socavar a sus oponentes o amañar una elección.

Todo lo cual lleva a que haga a mi vez una pregunta, cuya respuesta me reservo para otra ocasión: ¿cabe considerar al populismo como un movimiento demoledor de las instituciones de la república democrática?
Fuente: El Entre Ríos

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