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Lo ocurrido con Abigail, ejemplo de lo absurdo
Lo ocurrido con Abigail, ejemplo de lo absurdo
Lo ocurrido con Abigail, ejemplo de lo absurdo
Hace poco menos de un año apareció el primer caso de Covid-19 en Wuhan, China. Desde allí en más vivimos una locura que parece interminable. O que, al menos, dejará secuelas irreparables. Ha habido una infinidad de debates en torno a cómo combatir el virus y la importancia que se le debía dar. Argumentos por un lado, argumentos por el otro.

Si de algo se quería jactar la modernidad era de las herramientas con que cuenta para conocer los efectos de la enfermedad, los mecanismos para evitar su propagación y la velocidad para encontrar la cura. De una u otra forma, todas las personas se vieron intermediadas por las recomendaciones dadas por algún organismo internacional. Peor aún, la mayoría sufrió algún cambio en sus vidas debido a las restricciones impuestas por un gobierno o una institución.

Ahora bien, la ciencia poco pudo hacer contra los intereses y las demandas generadas por las circunstancias. Aquí aparecen los dos extremos: los que hacen desaparecer al Covid-19 por arte de magia y los que inventan o mantienen de pie restricciones insólitas.

Dentro del primer grupo hay algunos casos para destacar. El más reciente es Venezuela. Las urgencias llevaron a Nicolás Maduro a hacerle un “regalo” de Navidad al pueblo venezolano, decretando que hay flexibilización en lo que resta del año. Pero no es lo único: el dictador bolivariano informó, a lo largo de este último mes, que la ciencia venezolana produjo una molécula, llamada DR10, que anularía al 100% el virus. Claro que esto fue rotundamente rechazado por la comunidad científica, pero el costo de las decisiones tomadas es prácticamente nulo. Aquí no hay trabajo en conjunto entre los organismos internacionales y los gobiernos nacionales que pueda limitarlo a Maduro; tampoco hay tiempo para continuar priorizando el coronavirus por sobre la economía, que está destrozada y qué precisa urgentemente volver a funcionar con normalidad.

Como alguna vez sucedió con la “letal” gripe porcina, que finalmente se podía curar con Tamiflu, Maduro propone curar el Covid-19 con una molécula mágica. Funcione o no, la incidencia del virus es irrelevante al lado de los incontables problemas que tienen los venezolanos, por lo que probablemente su decisión sea un éxito o pase por alto sin generar mayor polémica.

Otro de los casos más espectaculares es el de Tanzania, mencionado en esta columna en otra ocasión. El presidente tanzano, John Magufuli, notó, algunos meses atrás, que el coronavirus no tenía nada que hacer en la agenda política en un país donde las urgencias son incontables ¿Qué hizo? Primero que nada, decidió, allá por el mes de abril, que debía dejar de transmitirse información acerca de los infectados o los fallecidos por coronavirus. La solución que propuso fue rezar en mezquitas e iglesias y prohibir por decreto el coronavirus en los estadios de fútbol o en los templos religiosos.

Ni Tanzania ni Venezuela son casos únicos. Son más bien parte de aquellos casos en que se aprovecha la ignorancia de una parte de la población o las facultades políticas para convencer de que “no pasa nada”, asumiendo que la gente no puede darse el lujo de quedarse en casa.

En el otro extremo, el caso más desastroso es el argentino. No es el único, pero es uno de los peores. La agencia de noticias Bloomberg publicó, ayer, un informe en el cual Argentina figuraba como el segundo país que peor manejó la crisis del coronavirus, en un ranking de cincuenta y tres. Solo superado por México. Las 10 métricas se resumen en la cantidad de contagios o muertes por millón de habitantes, en la positividad de los testeos, en los efectos que hubo en materia económica, en la calidad del sistema de salud y en la cantidad de vacunas disponibles.

¿Cómo puede ser posible, si el gobierno nacional y los subnacionales se enfocaron en vencer el virus? No solo no lo lograron, sino que con la excusa de priorizar la lucha contra el coronavirus cometieron crímenes y locuras que no fueron lo suficientemente repudiadas. Restringieron por restringir numerosas actividades, sin sustento científico; habilitaron actividades en base al peso político de los actores que las promueven o practican; bloquearon accesos con barricadas o con policías, imaginando que el virus podría ser frenado de aquella manera; aprovecharon la pandemia para avanzar con sus aspiraciones autoritarias, mientras los medios los respaldaban y perseguían surfistas, señoras que salían a tomar sol o runners.

Lo ocurrido con Abigail, la pequeña con el tumor en la pierna que debió ser llevada en andas durante cinco kilómetros porque no dejaban que su padre ingresase con ella en auto a la provincia de Santiago del Estero, es solo un ejemplo de lo absurdo que ha sido el manejo de la pandemia en Argentina. Tan absurdo como decir que se creó una molécula híper poderosa o que por decreto y por la gracia de Dios el virus fue vencido.

La lección, sobre todo en los confines del tercer mundo, es que el coronavirus, o más bien la lucha contra el coronavirus, ha sido un relato. Algunos, a través de métodos escandalosos e irresponsables, optaron por olvidarlo o darlo por vencido, ignorando sus efectos y sabiendo que allí lo más contagioso es la pobreza y la miseria.

Otros, ignorando la misma ciencia a la que dicen acudir para la toma de decisiones, interpretando los datos como les convenía, trataron de instalar una narrativa en la que la lucha contra el coronavirus era un lujo que podía darse la gente. O fueron vencidos por el virus o destrozaron sus economías. O las dos.

Ni la ciencia, ni los datos, ni la modernidad pueden o pudieron contra los discursos, la estrategia política o las necesidades de la gente en este tipo de casos.
Fuente: El Entre Ríos

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