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Por nuestra parte nunca hemos estado allí. Aunque se nos ha contado que no pocos de los que veranean en la costa atlántica, más precisamente en Ostende, una localidad balnearia lindante a Pinamar, y que forma parte del mismo “partido” – algo que nosotros conocemos como “departamentos”- de la provincia de Buenos Aires, encuentran en una pequeña casilla de madera, a la que en seguida pasaremos a describir, sino un lugar de peregrinación, al menos un lugar al que se debe tener por valioso visitar. Ya tendremos ocasión de decir por qué.

Quienes la visitaron, la describen como una cabaña con una superficie de treinta metros cuadrados, “pintada de verde, con una suerte de living de entrada, con un escritorio, cuatro camas estrechas usadas como sillones, un dormitorio luego, un baño y una cocina”.

Dicen, asiduos visitantes de otras épocas -de los que no queda ya casi ninguno, y por lo general se trataba en ese entonces de adolescentes, que acompañaron a su padre a visitar al amigo dueño de la casilla- que en los espacios libres sobre el suelo de madera, existían apilados montones de libros y papeles que impresionaban por su “desorden ordenado”. Y que, en las paredes, existían cuadros con fotografías, en las que invariablemente se lo veía al propietario de la vivienda con alguno de sus visitantes.

E inclusive existen quienes afirman haber escuchado, esta vez de sus abuelos, que al caer la noche y estrellarse el cielo, se lo podía ver a ese mismo dueño de la casilla, plantar un perezoso sobre la arena existente a la vera de la cabaña, y, alumbrado con una de esas lámparas conocidas como “sol de noche”, dedicarse empeñosamente a la lectura.

Es conocida la historia de la construcción de la casilla, algo que no es común que se preste atención en el caso de la mayor parte de las edificaciones de casas destinadas a servir de vivienda, y mucho menos en las del tipo de las que nos ocupa, las que son levantadas de manera mucho más elemental, y son conocidas por nosotros como esas “casillas”.

Del mismo tipo que las que en un momento dado se comenzó a innovar en nuestros balnearios. Precariedad explicable, en ambos casos, aunque por razones diferentes, ya que en nuestro medio la amenaza son las crecientes de los ríos que en determinadas épocas se salen de su cauce, y en el de la costa atlántica, en cambio, lo son las dunas “movedizas”. Las mismas que empujadas por la ventolina no solo van creciendo en volumen y en alturas, sino avanzando hacia donde la lleva el vendaval con su invisible fuerza, “tragándose” todo lo que encuentra a su paso.

Acotan similares fuentes, que su propietario fue alentado en la compra de un lote donde hoy describiríamos como “en medio de la nada” – eran los inicios de la década del 30 del siglo pasado- por las respectivas familias de lo que era un flamante matrimonio, parientes que su vez asumieron el compromiso de encargarse de la construcción de la cabaña.

Es así como el padre de su propietario, constructor y carpintero él, acompañado por una docena de sus hijos, junto a miembros de la familia de la esposa de aquel, “prefabricaron esa cabaña como un mecano en la casa de Villa Urquiza, barrio de la ciudad de Buenos Aires, y la trajeron a Ostende, para armarla en 1935”, según lo relata la hija de un hermano de la esposa, la misma sobrina que ha hecho una cruzada de la defensa de algo que ahora es casi un museo.

Es que así habría que caracterizarlo, si se hace mención al hecho que según esta vez fuentes periodísticas, a la vera de la construcción se levanta un mástil con nuestra bandera “alicaída”, y en el frente de la construcción –que ya desde hace mucho tiempo ha dejado de ser vivienda- se encuentra colocada una placa –que hasta ahora casi inexplicablemente no ha sido robada- en la que puede leerse “este solar que Arturo Frondizi solía disfrutar en vacaciones, alberga aún hoy el espíritu de austeridad cívica y sencillez republicana de este entrañable amigo de la naturaleza”.

Porque de ello precisamente se trata la vivienda, a la que morosamente hemos descripto al mismo tiempo que silenciábamos el nombre de su propietario y de su familia. Algo que ahora señalamos con todas las letras, transcribiendo parcialmente el texto de una crónica periodística en la que se explica minuciosamente lo acontecido.

“La Casa Elenita, ubicada en la Rambla Sud entre las calles Anvers y Estocolmo, de Ostende, fue construida en 1935”, así comienza a explicar. Agregando que “la construyó el propio Frondizi junto con su familia. Se llama Elenita en honor a su única hija. Además de Monumento Histórico Provincial, fue declarada Edificio Histórico Patrimonial del Partido de Pinamar, y de Interés Municipal junto a la declaratoria de Vecino Ilustre de Frondizi, presidente entre 1958 y 1962.”

De allí que sea correcta la forma en la que un historiador de la localidad plantea el problema. “¿Naturaleza o patrimonio histórico? Ese es el gran dilema que tienen por estos tiempos en la localidad de Ostende, perteneciente al Municipio de Pinamar, en la provincia de Buenos Aires”.

“Sucede –explica- que La Elenita, la casa de veraneo que el expresidente Arturo Frondizi construyó en 1935, está a punto de quedar sepultada bajo un médano. La fuerza de la naturaleza contra el poder de la historia.”

Frente a lo cual no faltará alguien que “se las tira de ingenioso”, pretendiendo haber descubierto algo parecido a la cuadratura del círculo, proponiendo “desarmar la vivienda, para a continuación reconstruirla sobre la duna, a la que a su vez se deberá buscar la manera de fijarla, como se ha hecho eficazmente en otros innumerables casos”.

Por nuestra parte, nos encontramos ante un falso dilema, ya que la cabaña tiene un valor simbólico que debe llevar a preservarla. Y en realidad ese valor simbólico es por partida doble.

Primero, porque nos encontramos aquí ante un ejemplo de la austeridad republicana, que alguna vez era uno de los ingredientes fundamentales de nuestro sistema institucional y de quienes lo integraban, el cual y que iba más allá de ello.

Prescindimos de otras referencias, porque hacerlo puede llevar a incurrir en injustas omisiones. Pero es bueno recordar que hubo tiempos, en los que la regla era que los presidentes fueran honestos, al mismo tiempo que no hacían alarde de ello. Aunque no está de más recordar que Elpidio Gonzales, luego de ser vicepresidente de Hipólito Irigoyen, de nuevo en el llano, se ganaba la vida vendiendo envases de anilina que sacaba de un valijín en los subterráneos.

Después, porque en esa duna y su potencialidad amenazante, debería verse como un presagio. Precisamente de lo que puede llegar a pasarnos, sino damos muestra de la cordura inteligente y persistente, para lograr impedir que “lo que se viene no nos caiga encima” y nos aplaste.

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