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Cambiemos, la alianza actualmente gobernante en el orden nacional, ha anunciado una novedad. Que como casi no podía ser de otro modo es una iniciativa de Lilita Carió, coherente con su rol auto asumido de “fiscal de la República”, iniciativa que ya había plasmado en la estructura orgánica de la Coalición Cívica, de la que es mentora.

Se trata de la Comisión de Ética – y está bien como más abajo se verá designarla como “comisión” y no como “tribunal”-, encaminada a estar atenta a la calidad ética y moral del comportamiento, no solo de militantes y dirigentes de los partidos que integran la alianza, sino también tanto de los funcionarios públicos de esa filiación, como de quienes ocupan cargos electivos a los que han accedido por estar incluido su nombre en la correspondiente boleta.

Un objetivo con el que no se puede discrepar, dado que la exigencia constitucional de “idoneidad”, no solo para acceder sino también para permanecer en un cargo público – es que no se puede dejar pasar por alto a la “no idoneidad sobreviniente o a la oculta”- presupone en forma especialísima precisamente la idoneidad moral.

De cualquier manera, y sin que ello signifique buscar desalentar iniciativas como a la que aludimos, resulta claro que se trata de una noticia que la opinión pública seguramente va a recibir con una gran dosis de escepticismo. Ya que no puede dejar de tener en cuenta el pobre resultado de su funcionamiento en un gran número de las organizaciones en las que esos organismos de control existen.

Todo lo cual no significa que se deba desistir de la intención de poner en práctica la idea, no solo porque siempre se da “una primera vez” en que la cosas salen como se pretende, sino por cuanto logrado el objetivo presupuesto de dejar constituido el tribunal por personas no solo idóneas sino de conducta irreprochable, a las que no les tiemble la mano a la hora de condenar, pero también de absolver y que se muestren aptos y decididos en resolver las causas que llegan a sus manos con una celeridad razonable, vale la pena avanzar en el intento.

Por nuestra parte –y buscando al mismo tiempo la extensión de una práctica de este tipo a todos los partidos políticos- se nos ocurre que habría que ampliar a varios niveles el ámbito de su competencia.

En primer lugar, como es mejor prevenir que curar, buscar la manera de que un organismo de este tipo funcione como un “filtro”, a la hora de la selección de postulantes para candidaturas de cargos electivos y de designación por parte de funcionarios electivos con funciones ejecutivas de otros funcionarios y empleados dentro del área de su competencia.

Al mismo tiempo, debería darse una ampliación en el universo de actitudes y comportamientos sujetos al análisis de una comisión de este tipo, la que no debería limitarse a tener en cuenta aquéllos en los que entre a jugar la posible aplicación de una figura penal.

Es que en su caso debería considerarse como una exigencia insoslayable, atribuirle competencia para el análisis y resolución de situaciones en las que esté en juego una conducta pública – con la aclaración de que por tal debe entenderse a aquella que “toma o adquiere estado público”, aunque se trate de una circunscripta al ámbito privado- reñidas con la moral y las buenas costumbres, o en las que esté en juego el decoro o la imagen que hace a la dignidad del cargo.

A la vez, debería irse más allá de las condenas de inhabilitación dispuestas judicialmente para ocupar cargos públicos, en el caso de no ser ésta a perpetuidad, asignándole ese carácter, cuando los delitos cometidos hubieran estado vinculados con el ejercicio de su cargo Se debería terminar así con el escándalo que se ha repetido entre nosotros de ver, a quienes la han sufrido por esa circunstancias, ¡candidateados y elegidos!

No nos atrevemos, en cambio, a ingresar a un terreno minado, en el que de cualquier manera habría que hacerlo, y que tiene que ver con lo que de una forma extremadamente laxa, y por ende rayana con la mismísima obviedad tiene que ver con algo que mal llamaríamos “la idoneidad de discernimiento” de quienes pretenden acceder a la función pública.

Entiéndase bien -porque aquí es fácil caer en la interpretación prejuiciosa de lo que se lee y que al hacerlo de esa manera se lee mal- que no se trata de que los elegibles sean diplomados, por no decir “doctores”, de aquellos que en otros tiempos burlonamente se decía que se volvían “saludadores” en tiempos de elecciones.

Es que no se trata de personas que salgan adelante en una prueba que tenga que ver con el saber leer y escribir, o el sumar, restar, multiplicar y dividir y conocer y saber aplicar la regla de tres, sino de saber hacer eso, tan difícil y a la vez ten fácil, que es el razonar. Y que tiene que ver con la diferencia que existe entre conocimiento y sabiduría.

Porque en estos tiempos en los que se mezclan los letrados iletrados, y los alfabetizados disfuncionales –por no hacer referencia a lo que es más triste, a quienes supieron en su momento leer y escribir y se han olvidado tanto de lo uno como de lo otro- es necesario aludir a una especie respetabilísima que otrora se dio en número no despreciable.

Era la especie de quien era “poco o nada leido” y que sin embargo era “hombre de muchas luces”. Con lo que se quería significar sabía razonar con corrección a la vez que con prudencia en el juicio, independientemente del hecho que no fuera capaz sino de “dibujar su firma (!¡) Algo ahora no fácil de encontrar y mucho más difícil de evaluar.

Algo que a la vez nos lleva a formular una pregunta, de esa que nos hace sentir vergüenza propia y no solo vergüenza ajena. Es la que tiene que ver con el hecho de que, estamos como estamos a pesar de estar llenos de “controladores”. No solo los municipales de tránsito de amabilidad indiscutida, los tributarios a los que miramos siempre con contenida mala cara, los de los puestos camineros con sus inquisiciones en parte molestas y tantas veces innecesarias, cuando no tramposas.

Las que son en realidad lo de menos. Porque nos olvidamos de las que tienen a su cargo los tribunales de cuentas, las auditorías internas y externas de la administración nacional, de los fiscales y jueces penales. Y por qué no legisladores y controles. En suma, un número apabullante de controladores mientras, no ya la liebre sino hasta la perdiz que se nos escapa.

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