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Toda tertulia –de la que no nos cansamos de decir que, en el caso de los adultos, es la más humana de las actividades, así como en el caso de los niños lo es el “juego”, que pretenciosamente cabría calificarlo de “actividad lúdica”.

Se trata de ese diálogo morosamente extendido, que en forma recurrente llevan a cabo un grupo de personas, a las que su contacto asiduo las vuelve íntimamente conocidas, sino amigos, por todos los miembros del grupo.

Y que, en ese intercambio dialógico, se entremezclan temas triviales, que por lo general en seguida se agotan y son reemplazados por otros, de mayor envergadura, que, en un grupo ya desarmado por el paso ineluctable de los años, según se nos ha dicho, se las conocía como “cosas absurdas”.

No porque en sentido estricto lo fueran –el diccionario las describe, entre otras acepciones, como “contrario y opuesto a la razón, que no tienen sentido, o como chocantes y contradictorias y también como irracionales, arbitrarias, o disparatadas”- se verá mezclar con acontecimientos triviales a asuntos serios, los cuales más allá de la vehemencia que se pudiera poner en su tratamiento, carecían de esa profundidad, que impedía que se los considerara que no eran a la ligera.

Y esas cosas absurdas –por lo menos ateniéndonos a lo señalado- de improviso emergen en esas conversaciones, y estamos convencidos que así sucedía muchas veces.

Estuvieron presentes al menos en “las últimas palabras” de la vicepresidenta, dirigidas a una tele audiencia que incluía al tribunal que la juzga, en la causa conocida como “caso Vialidad”, en la que dentro del grupo de procesados se destaca “la yunta” que conforman Cristina Fernández y Lázaro Báez, no precisamente como “actores de reparto”.

Entretanto, no es nuestra intención hacer referencia en la ocasión, al juicio en sí y al eventual contenido de la inminente sentencia, sino a la escena de “las últimas palabras” de la vicepresidenta en la ocasión que nos ocupa.

Es que, para comenzar, debe indicarse que su declaración la hizo ocupando el despacho de la presidencia del Senado de la Nación, arropada simbólicamente en la bandera nacional, colocada en un mástil a su derecha. Circunstancia que, para quien no se puso a pensar en la gravedad de lo que estaba sucediendo, también resultó seguramente extraño que, quienes habían concebido ese escenario, no hubiesen contemplado colocar un Granadero desmontado, un paso atrás a la derecha.

Ignoramos si la intención de exhibirse ante el Tribunal que la juzgaba tenía un propósito intimidatorio para los jueces que debían escuchar sus “últimas palabras”, pero no dudamos que esa ha sido la opinión de muchos.

Al mismo tiempo nos impresionó, no el tono calmo con el que pronunciaba sus palabras –lo que vendría a confirmar que su estrategia para la próxima campaña es mostrarse con una “cara de buena”, exhibiendo una calma mansedumbre- sino el hecho de que se la hubiera visto en todo momento refregar a los jueces en la cara toda clase de improperios, entre los cuales se duda que el de calificarlos de “pelotón de fusilamiento” haya resultado el mayor de los agravios.

Frente a lo cual se pudo observar la seriedad impertérrita de los jueces, ante esa andana de imperios. Comportamiento en apariencia insólito por parte de ellos, ya que, en otros casos, ante una conducta de ese tipo, el juzgador hubiera ordenando la expulsión de la sala de audiencias del acusado, o hubiera “cortado” la teleaudiencia, previo aviso al declarante que se iba a proceder de esa manera.

De donde, la única explicación posible para que no hayan reaccionado los jueces, fue la de cuidarse de no dar motivo alguno para una recusación, que hubiera dilatado el curso del proceso.

De cualquier manera, queda la duda si en casos futuros en los que se recurra a ese vocabulario, a los jueces se los verá sin reaccionar, atento a un malentendido valor del precedente. De ser así, habría nacido un “nuevo derecho” para los imputados, cual es el de poder insultar a discreción al juez que debe decidir sobre su suerte.

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