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Como introducción al tema, no estaría demás aludir a la distinción entre “patria” y “nación”. Advirtiendo que se trata de dos conceptos estrechamente hermanados, pero de cualquier manera distintos.

Ya que por “patria” – y porque no “matria”, en estos tiempos en que existe una tensión pública notoria vinculada al uso de un lenguaje que atienda a las perspectivas de género- se entiende a la “tierra de nuestros padres”; dado lo cual, se pone el acento sobre el “terruño”, o sea, más que el lugar en que se ha nacido, aquél en el que se ha desarrollado la personalidad de cada cual. De donde, conceptualmente hablando, a decir verdad, siempre que se habla de “patria”, lo hacemos de lo que mal se conoce como “patria chica”. Y decimos que mal se conoce por tal porque a lo que le damos ese nombre es en realidad nada menos, ni nada más, que la patria misma.

En cambio, el de “nación”, se trata de un concepto que, aunque no es más valioso que el de patria, tiene otra envergadura, ya que se refiere a los habitantes de un sinnúmero de patrias, a las que unifica la existencia de un vínculo común, que no es nada más, ni nada menos, que contar con una historia y concebir el futuro -tal como se ha dicho- como una empresa común.

Ello no quita el hecho que esas dos palabras, y los conceptos que ellas encierran, se utilicen como términos equivalentes y por ende intercambiables, y que, cuando aludimos al sentimiento que uno y otra nos provocan, se dé preferencia en su empleo al término “patriotismo” sobre el de “nacionalismo”, por la carga negativa que tiene esta expresión, al vérsela identificada de una manera irrazonable, con el “nacionalismo extremo”, también conocido como “chauvinismo”.

Es por ello que se ha podido señalar que a la República Argentina “se la identifica como un estado nacional mediante símbolos, que se definieron en los primeros años de nuestra historia independiente y que se fueron estableciendo a través de un conjunto de normas. Y ellos representan nuestros ideales, nuestra cultura y nuestra tradición histórica”. Se trata de símbolos patrios o nacionales, lo que no excluye la existencia de otros que pueden hacer suyas, tanto a provincias como a ciudades. Y que en los integrantes de esas diversas comunidades esos símbolos provocan un valioso sentimiento de identidad, ya que a través de ellos se refuerza el valor que entraña la pertenencia a una comunidad determinada.

Nadie ignora que nuestros símbolos son nuestros himno, bandera y escudo. Y como tales, más allá de los sentimientos que su presencia o evocación provocan, no sólo merecen nuestro respeto, sino que nos obliga a exigir igual actitud o comportamiento en los demás.

Por lo mismo que es así, resulta preocupante la manera en que utilizamos o nos comportamos frente a ellos, especialmente al himno y a la bandera. A ese respecto, deberíamos comenzar con una referencia de ribetes casi anecdóticos, cual es el hecho de que en Córdoba un 25 de mayo se supo escuchar a una cantante interpretar el himno nacional con algunas modificaciones: donde debía decir "los libres del mundo”, dijo "las libres del mundo”. Y donde la letra original dice "juremos con gloria morir”, ella proclamó, en cambio, "juremos con gloria vivir”.

A ello se suma el hecho de ver estropeada la música del mismo himno, al ser adaptada para su empleo en alguna publicidad televisiva, o el tarareo de sus estrofas que efectúan en competencias internacionales alguno de nuestros deportistas, algo que sería –casi sin temor a equivocarnos- por el ignorar total o parcialmente su letra.

Y concluimos esta relación con el comportamiento de grupos de mapuches – destacamos que no se los puede poner a todos en una misma bolsa- que parecen haber convertido en una suerte de ritual, el ultraje a nuestro pabellón nacional, quemándolo a la vista de quien pueda verlo.

A la vez, no puede menos que preguntarse acerca de hasta qué punto esa desvalorización de nuestros símbolos patrios, así devaluados, cuando no ultrajados, tiene que ver con la decadencia manifiesta de nuestra sociedad y la obstrucción de futuro que, de una manera inaceptable, se vislumbra para ella en muchos de sus sectores.

Hubo tiempos, en los que vivieron nuestros abuelos, en que se valoraba con orgullo el hecho de ser argentino. Los que todavía lo conservamos, debemos poner todo nuestro esfuerzo para la recuperación plena de ese benéfico sentimiento, a través de acciones eficaces para que nuestra comunidad se oriente en el rumbo imprescindible, para que no exista nunca jamás ningún argentino que no se sienta orgulloso de serlo.

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