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En ningún país europeo se ha hecho tan palpable la distinción sociológica/política entre “nación” y “nacionalidades” como en España. Es que en esa nación hubo siempre una resistencia férrea de las diversas regiones que la conforman, a admitir los intentos de imposición, sobre todo políticos, aunque también culturales, de Castilla sobre el resto de España. Una resistencia que se agravó en la etapa autoritaria franquista de la historia de ese país, como reacción a los intentos del régimen de combatir los regionalismos y avanzar hasta una uniformidad cultural.

Al respecto debe tenerse en cuenta que grupos “subversivos” vascos fueron de los primeros en tratar de frenar ese intento recurriendo a la violencia, en una lucha que, iniciada antes del fin del franquismo -una de cuyas primeras víctimas fue un primer ministro franquista que fue volado por los aires junto a su automóvil blindado por una bomba subterránea colocada por los contestatarios violentos debajo de la calzada- y que luego prosiguió hasta su total derrota ya en tiempos de la monarquía constitucional.

En Cataluña los intentos secesionistas tuvieron una evolución distinta, que puso el acento en generalizar la identidad cultural. De ello damos un solo ejemplo que consideramos suficiente, cual es que en las escuelas públicas de Cataluña, el idioma español se enseña como lengua extranjera, al igual que el inglés o el francés…

De esa manera se fueron creando las condiciones para que en un momento dado la “autonomía” lograda dentro de un Estado español unificado, diera paso a pretensiones serias de “independencia”. Tan serias eran, que la independencia resultó plebiscitada en una consulta popular, y luego declarada por las autoridades de esa comunidad. Una decisión que provocó la intervención del gobierno central, el desplazamiento de las autoridades locales alzadas contra el mismo, y el juzgamiento de todas ellas acompañadas por la prisión. Muchas de las cuales buscaron rápidamente asilo en países extranjero. A la detención de los “funcionarios independentistas” siguió su juzgamiento, que concluyó en sentencias en que se los obligaba a cumplir largas condenas y que muchos de ellos, a pesar del largo tiempo transcurrido, estén todavía en prisión.

Esta larga parrafada, escrita de un tirón, ha tenido como razón de ser describir de una manera harto ligera el contexto en el que se inscribe una derivación de ella que se ha hecho presente en ese escenario político.

Sucede que el actual gobierno español necesita de los votos de lo que en una mala traducción designamos como “la izquierda republicana”, para mantenerse en el poder. Y que ese gobierno con el objeto de mantener su apoyo – y sus votos en el parlamento- busca recurrir a una ingeniosa jugarreta.

Que consiste, ni más ni menos que en eliminar el actual “delito de sedición, penado actualmente para autoridades con 10 a 15 años de cárcel y al mismo tiempo de inhabilitación, reemplazándolo por el que se nos ocurre designar como “delito de alteración del orden público” –el texto propuesto lo describe señalando que “serán castigados con la pena de prisión de seis meses a tres años los que, actuando en grupo y con el fin de atentar contra la paz pública, ejecuten actos de violencia o intimidación- que contempla una pena de 3 a 5 años de prisión y de 6 a 8 años de inhabilitación”.

Como se ve, de aprobarse la norma propuesta los ex gobernantes catalanes en prisión harían de esta manera “un buen negocio” ya que verían reducidas sus penas de prisión de 10 a 15 años, u otras de 3 a 5, de donde debiendo ser aplicado a los condenados esta última norma por resultar la más benigna, vendrían los detenidos por esa causa a ver darse a su condena por cumplida, y deberían ser puestos en libertad.

¿Qué tiene esto que ver con nosotros? En un ejercicio de imaginación, podemos llegar ponernos a pesar porque no se le ocurrió a los integrantes de algunos de nuestros últimos gobiernos, en momentos en que contaban con mayoría en ambas Cámaras del Congreso, buscar una forma por la que, sin que se note, queden eliminadas las figuras penales de los delitos de asociación y el enriquecimiento ilícito, o la defraudación contra la administración pública, al mismo tiempo que se suprimiera la exigencia de la licitación pública para las contrataciones de la administración pública. Una suposición que puede considerarse descabellada, por no advertir que en más de una oportunidad hemos visto arrasar a las normas legales valiéndose de otras jugarretas.

Al mismo tiempo esas pretensiones secesionistas, hacen que no se pueda obviar una referencia a la “nación mapuche”. Cuya situación, salvando todo tipo de distancias, cabría asimilarla a la de Cataluña y a la de los países vascos.

De donde para hacer al “mundo mapuche” o al pueblo mapuche” o “la nación mapuche” debe comenzar por hacer referencia primero a la diferenciación de “nación” y “nacionalidad”, con su confusa vinculación de estos conceptos a partir de la mitad de siglo pasado en el que por “nacionalidad” comenzó a entenderse “a una nación no realizada políticamente en la forma de un estado”.

Y si aludimos a la existencia de un error en esa conceptualización, es porque los de “nación y nacionalidad” correctamente empleados, tienen significados diferentes. Ya que el de nación es un concepto de naturaleza y alcances políticas y el de nacionalidad es un concepto cultural, en el que se hacen presentes singularidades del mismo carácter, que hacen a su identidad individual y comunitaria, algo que en definitiva no es otra cosa que a través de una “identidad” o “etnicidad” vienen a ser maneras diferentes de comprender el mundo.

Es entonces como, partiendo de esa distinción, debe señalarse que los mapuches, en lo personal y en lo comunitario, merecen no solo el respeto, sino la garantía del Estado respecto a su identidad cultural, pero siempre dentro de los límites fijados por nuestra Nación, en cuanto la misma no es sino una sociedad jurídicamente organizada en el Estado Argentino.

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