Combatir la pobreza no puede limitarse a otorgar planes, pues éstos llevan más de una década sin dar resultados

Cuando se discute de pobreza, los gobiernos de turno se empeñan en mostrar todo lo bueno que hacen para paliarla y reducirla, mientras las oposiciones se cansan de denunciar la insensibilidad de los gobernantes. La realidad es que unos y otros tienen razón: los gobiernos hacen un enorme gasto social, pero los resultados son siempre magros.

Al cabo de doce años de populismo kirchnerista, durante los cuales nacieron la mayor parte de los planes sociales, la Asignación Universal por Hijo (AUH) y los subsidios a la demanda de energía y al transporte público, entre otros, el costo macroeconómico en términos de inflación y recesión que causó el financiamiento de tal gasto resultó mucho mayor que su utilidad para mejorar la situación de los más rezagados.

Los indicadores no lograron hacer caer la pobreza más que marginalmente del tozudo nivel de 30% en que parece estancada. Así como el cambio de gobierno y el ajuste de tarifas no la hicieron subir más que de manera marginal respecto de 2015.

De lo que se deriva que quizás el problema no esté tanto en el monto de las prestaciones sino en la utilidad del mecanismo utilizado. Resulta curioso que, a pesar de la contundencia de las cifras que gritan que el método no sirve, los gobiernos tiendan a repetirlo y a, inevitablemente, fracasar en su misión de reducir la pobreza.

El fracaso de la receta populista aplicada durante los doce años previos no pareció ser suficiente prueba de su inutilidad, pues el macrismo no sólo no la cambió sino que, incluso, la ha aumentado. Contra las predicciones agoreras de 2015, planes y beneficios sociales alcanzan ahora a más personas que en aquel momento. Eso sí: siguen siendo mayoritariamente administrados por los mismos líderes de las mismas organizaciones sociales que crecieron y pelecharon durante los años de kirchnerismo.

Sea por temor o por real voluntad de aplacar las urgencias de quienes sufren la pobreza, el estado sigue sin atacar la raíz del problema, ni toma un rol protagónico en el asunto, pues lo delega en dichos líderes sociales. Sigue gastando recursos en paliativos que acaban por crear en los beneficiarios la sensación de que sin subsidios quedaría en riesgo no sólo su supervivencia inmediata, sino también la de largo plazo.

Esto acaba por conformar un círculo vicioso en el que las urgencias sociales y las urgencias políticas se retroalimentan por medio de programas de asistencia social que aumentan la interdependencia entre estado y pobres, pero que no logran corregir la pobreza estructural.

Los planes sociales no han curado el problema de fondo de la pobreza sino que, por el contrario, parecen haber creado una especie de resignación en el Gobierno y en los pobres. Insisten con ellos pues suponen que el problema no tiene otro arreglo o porque, lo que sería más grave, se ha creado entre los líderes de esa masa de pobres subsidiada y el Gobierno una relación de interdependencia que acaba por ser conveniente para ambos, pero no para los pobres a los que todos declaman ayudar.

La cuestión es que existen mecanismos que han probado ser más eficientes para reducir la pobreza: muchos países de América Latina, incluyendo la mayoría de nuestros países limítrofes, lograron al cabo de muchos años de una política amistosa con las inversiones, y combatiendo la inflación con reglas claras, crecer y crear nuevos puestos de trabajo que absorbieron a muchos desempleados e incorporaron grandes cantidades de personas a la clase media.

A largo plazo, la estabilidad de precios y el crecimiento económico son las únicas vías eficientes y duraderas para combatir la pobreza. Entretanto, aunque sea imposible cortar de cuajo con los planes sociales, los subsidios o la AUH, se podría tratar de ser más creativos con la asistencia, comenzando por eliminar a los intermediarios de manera paulatina; por ejemplo, reemplazando planes sociales con planes de empleo, o con programas de acceso a la vivienda.

Este camino, quizás prolongado y poco práctico para las urgencias políticas, permitiría al estado retomar el rol protagónico que, por temor al conflicto, o por fascinación con el uso de los planes, ha delegado en líderes sociales a los que la erradicación de la pobreza, por definición, no les conviene.

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