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Si se mira a nuestro alrededor con ojos desprejuiciados, da la impresión que estamos asistiendo a una “animalización” de la manera en que los seres humanos se tratan entre sí. En realidad es un estado de cosas que se ha dado siempre a lo largo de la historia, pero que durante los dos últimos siglos ha ido tomando mayor conciencia.

Todas las visiones del mundo que se pueden englobar dentro del amplio nombre de “humanismo” son la contracara de ese fenómeno de “animalización”, que se hace presente en esa amplísima gama de formas que tiene el hombre de maltratar a sus semejantes hasta llegar al paroxismo de matar sin razón alguna, o hacerlo de una manera que signifique prolongar una torturante y torturada agonía.

Yendo a los casos en apariencia y solo en ella más banales, se puede ejemplificar haciendo referencia a lo que sucede en nuestro entorno, la tragedia que se hace presente cuando se asesina a un chico para robarle sus ojotas, o el inconmensurable absurdo del ladrón que asesina a su víctima, ya consumado su delito y como quien no quiere la cosa, al momento de marcharse, agregando un maltrato final a los maltratos previos.

Y es esa involución social, la que nos lleva a preguntarnos si en forma casi imperceptible, pero de cualquier manera persistentemente creciente, no nos alejamos cada vez más del movimiento enderezado a considerar a los animales como “seres sintientes”, primer paso para llegar a considerarlas como “personas no humanas”.

Al respecto quienes sostienen esa tesis, que por nuestra parte como en seguida veremos consideramos extrema, valoran como tal a la atribución de personalidad jurídica que se le debe reconocer a ciertas especies de animales.

Es esa limitación – porque solo se otorgaría a “especies” de animales y no a todas ellas- donde posiblemente se encuentra el talón de Aquiles de esta argumentación, que por ello deviene, aunque no se la crea ver así, en discriminatoria. Algo que queda claro el señalar que el criterio que utiliza para conceder dicho estatus jurídico “es que demuestren poseer elevadas capacidades cognitivas y notable inteligencia, en comparación con el resto de las especies”. A lo que se agrega que ese criterio está “especialmente diseñado para intentar proteger los derechos de los chimpancés, orangutanes y restantes grandes simios. Y ya en varios países se han abierto causas judiciales basándose en este concepto”. Un criterio que otros más “fundamentalistas” consideran como restrictivo, ya que debería dotarse de personalidad jurídica a todo animal con “capacidad de sentir”. De donde, llevando las cosas a ese extremo, y por reducción al absurdo, tendríamos que reconocérsela a los pollos criados en una granja y también en un galpón construido precisamente con ese objeto.

De donde la cuestión, de esa manera llena de ambigüedades y contradicciones difíciles de superar, cabría dejarla atrás con un replanteo de la cuestión, de manera de hacer a un lado el tópico si los animales tienen o no derechos, para centrarnos en los deberes que los seres humanos tenemos para con ellos.

Al respecto debe comenzar por advertirse la existencia de una coincidencia básica entre los que consideran a los animales –o algunas especies de ellos- como personas no humanas, respecto a cuáles son esos derechos.

Es así como se mencionan entre los mismos a tres derechos fundamentales, a los que se supone que los seres humanos tienen derecho, y que al mismo tiempo son pocos a quienes se les ocurre aplicarlos a los animales, cuales son el derecho a la vida, a la libertad y a no ser maltratados ni física ni psicológicamente.

Planteo al que podría dársele vuelta, invirtiéndolo señalando que es un deber de los seres humanos el respetar la vida de los animales, al mismo tiempo que su libertad de movimientos, a la vez que deben abstenerse de maltratarlos, tanto física como psicológicamente.

Viene al caso señalar una experiencia personal vivida por el escritor ruso “disiente” Alejandro Solyenitzin durante su paso en el presidio por el “pabellón de cancerosos”, cuando llevado a una ciudad para proseguir el tratamiento médico al que era sometido, tuvo oportunidad de concurrir a un jardín zoológico allí existente, y se conmocionó consecuencia de la empatía que sintió, al ver un gorila encerrado dentro de una jaula. Es que asoció ese encierro con el suyo propio.

Dentro de ese contexto, habría que aludir a un reciente fallo de la Suprema Corte de Justicia de los Estado Unidos, por el que se declaró constitucional una ley del Estado de California, por la que se prohibía la producción de foie gras – un paté de hígado de ganso- en su territorio, por considerar que era un trato cruel para esas aves el sobrealimentarlas con el objeto de provocarles una hipertrófica deformación en el tamaño de su hígado.

Dentro de la misma línea se inscriben las legislaciones que obligan al atontamiento de los animales vacunos que van a ser faenados.

Todo lo cual viene a decirnos, que por una parte no deberíamos ser extremistas en la materia, y por la otra extender el alcance de nuestra preocupación respecto al entorno, incluyendo en él no solo a animales acuáticos como es el caso de la ballena, cuya “caza” comercial acaba de ser reanudada en el Japón; como así no mirar a los diversos tipos de plantas como un mero “recurso” del que podemos valernos hasta su agotamiento, como es el caso de la amenaza actual de avanzar en Brasil en la desforestación de su Amazonía, sino tampoco proceder a un desmanejo de recursos naturales limitados como es el caso del agua.

Quizás deberíamos comenzar a mirar “esa arca” que es nuestro planeta y que nos lleva a través de los espacios insondables, no solo como eso, ya que hacerlo así resulta insuficiente, sino como una enorme criatura “viva” a la que maltratamos a pesar de que nos arropa, y a la que deberíamos tomar conciencia de la necesidad de no escatimarle cuidados.

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